La delincuencia, común o sistemática (la del crimen organizado) hacen ver mal a cualquier gobierno, no sólo por el impacto psicológico que tiene la delincuencia en las personas (la incertidumbre sobre la integridad física y patrimonial es el mayor terror del individuo liberal), sino porque, pese a los cambio en la vocación que ha tenido el Estado moderno a lo largo de su historia (a veces de bienestar, a veces de malestar, a veces redistribuye, a veces concentra bienes públicos), la única obligación que nunca ha estado a discusión, es la de proporcionar seguridad. Por eso, cuando se despoja al Estado y al soberano de todos los atributos, el de garantizar la vida de los ciudadanos (o súbditos, en los autocráticos) es el único del que no puede desentenderse, si quiere seguir existiendo como entidad política.

Por lo antes expuesto, aunque es más traumática la delincuencia tradicional (la de los homicidas, defraudadores, secuestradores, etcétera), es más humillante, para el Estado, la que toma el rostro de justicia privada. Los vigilantes en todas sus facetas, desde las autodefensas hasta Batman, son peligrosísimos para la pretensión de legitimidad de la autoridad política, porque básicamente insinúan que un particular (o varios) pueden suplirla, sin que pase mayor cosa, y además de manera más eficiente, sin tanta burocracia, tribunales, debido proceso ni todo eso que “retarda” la procuración y administración de justicia.

Así, cuando un grupo criminal no se dedica sólo a ser depredador de personas y bienes, sino que establece un orden paralelo, que recauda impuestos (derecho de piso), proporciona seguridad (protege a quien le paga) y administra justicia (ejecuta a quien no se alinea), estamos hablando de algo mucho más grave que de incidencia delictiva a secas. Es, en los hechos, un bosquejo de Estado dentro de otro Estado.

Las mantas que un grupo de narcotraficantes colgaron en varias plazas del país prohibiendo la venta de fentanilo, y haciendo las veces de una declaración de principios y desplegado de comunicación social, son dignas de un estudio sociológico profundo. Hablan de que fieles a “sus principios”, y por la epidemia que está poniendo en peligro vidas en Estados Unidos y México, ellos se unen a los esfuerzos del gobierno para acabar con la venta y comercialización de la droga letal. Sin broma, podría ser el desplegado de cualquier fiscalía o corporación de seguridad. Trascendió que ya desaparecieron algunas personas que seguían produciendo fentanilo, y no se presentó ninguna denuncia de secuestro.

La prohibición de los cárteles del fentanilo obedece a su propia supervivencia, en todos los debates ya es común que los republicanos pidan atacarlos como agentes terroristas. Ahora la producción, venta y distribución de fentanilo será usado como ya lo ha sido para acusar a los cárteles rivales de producirlo. Si bien es cierto la cultura dentro de las organizaciones criminales es variada y los últimos años se mezclan motivaciones económicas con otras, comunitarias o hasta religiosas y la pulverización del mercado ha hecho que algunos sicarios se hayan convertido en empresarios de la droga mezclando incentivos y ejerciendo violencia gratuita, no debe perderse de vista que, al final, el narcotráfico es un negocio, no un movimiento político. Eso sirve para ordenar el análisis y discriminar mucha de la basura discursiva y mediática.

Así, los cárteles consolidados tienen al menos dos razones para combatir el fentanilo, y las dos son empresariales: al volverse potenciales terroristas para EU, se vuelven otro tipo de blanco, uno que no es capturable sino asesinable y sin proceso alguno, ya no la DEA sino el ejército norteamericano comienza a buscarlos vía satélite y a distancia de misil. Es otra cosa, otro juego completamente. Y eso representa un aumento en los costos de todo; por otra parte, el fentanilo, como lo fue el crack en su momento, mata demasiado rápido a los consumidores, fagocitando su propio mercado. No es sostenible a largo plazo, por lo que los cárteles más establecidos ven esta droga como un peligro para la propia sustentabilidad del negocio. No todos los asuntos complejos se dilucidan identificando incentivos de las partes involucradas, pero alguno sí. Este es uno.