Se han cumplido 172 años del nacimiento del poeta Manuel Acuña el pasado 27 de agosto. Además del dolor producido ante muerte tan joven a mano propia a los 24 años, 3 meses y 13 días, queda la leyenda de la causa o la causante de la misma. Aquí lo he dicho ya desde 2012, su amigo Juan de Dios Peza desmiente la leyenda popular de ser una mujer llamada Rosario el objeto de su amor o deseo no correspondido, y por tanto la detonante de la decisión de morir después de dedicarle el celebérrimo “Nocturno a Rosario”. Ni ella fue la causa ni este el último poema de Manuel Acuña, desafió De Dios Peza a la posteridad. Pero por atractiva y romántica, la responsabilidad amorosa es la que ha prevalecido como verdad única. Pero veamos.

I.

“Todo se va, todo se muere. A medida que se avanza en el camino del mundo, se van dejando pedazos del corazón sobre la fosa de cada uno de los seres queridos que nos abandonan para siempre”.

Bella prosa de Juan de Dios Peza en el 24 aniversario del suicidio de Manuel Acuña Narro en 1897, “una estrella que se apaga”, diría apesadumbrado Ignacio Ramírez en su momento. Cita Peza a Justo Sierra decir con dolor, al mediodía durante su entierro, sobre el sepulcro abierto del poeta:

Palmas, triunfos, laureles, dulce aurora

De un porvenir feliz, todo en una hora

De soledad y hastío

Cambiaste por el triste

Derecho de morir, ¡hermano mío!

El relato de Peza sobre la muerte y entierro de Manuel Acuña conmueve en su intensidad y en el contenido. También por las muestras de amor a lo largo de la ruta mortuoria de parte de diversas entidades y personalidades literarias ante tan funesto día. Y no era para menos, despedían a quien desde su primer florecimiento poético público, “Ante un cadáver”, irradiaba una extraordinaria exhibición de talento.

¡Y bien! Aquí estás ya..., sobre la plancha

donde el gran horizonte de la ciencia

la extensión de sus límites ensancha.

Aquí, donde la rígida experiencia

viene a dictar las leyes superiores

a que está sometida la existencia.

Y si Manuel Acuña poseyó evidente brillo para la poesía doliente y amorosa, también lo extendió al verso humorístico, sesgo que confirma el genio. “Rasgo de buen humor”:

¿Y qué? ¿Será posible que nosotros

tanto amemos la gloria y sus fulgores

la ciencia y sus placeres,

que olvidemos por eso los amores,

y más que los amores, las mujeres?

¿Seremos tan ridículos y necios

que por no darle celos a la ciencia,

no hablemos de los ojos de Dolores,

de la dulce sonrisa de Clemencia,

y de aquella que, tierna y seductora,

aún no hace un cuarto de hora todavía,

con su boca de aurora,

“No te vayas tan pronto”, nos decía?

Yo, a lo menos por mí protesto y juro

que si al irme trepando en la escalera

que a la gloria encamina

la gloria me dijera:

Sube, que aquí te espera

la que tanto te halaga y te fascina;

y a la vez una chica me gritara

baje usted, que lo aguardo aquí en la esquina;

yo juro, lo protesto y lo repito,

si sucediera semejante historia,

a riesgo de pasar por un bendito,

primero iría a la esquina a que la gloria.

El más conocido y celebrado poema de Acuña es sin duda “Nocturno a Rosario”, el cual le valiera a cualquier poeta la inmortalidad en el sentido humano, la única que se puede garantizar, y cuyos requiebros dolientes y amorosos al mismo Quijote conmovieran sin duda –pues como dijo José Martí y cualquier espíritu sensible diría, “¡Lo hubiera querido tanto, si hubiese él vivido!”-, si en un truco del tiempo o de la literatura a sus ojos llegara si no el poema al menos la fama y la gloria de tan joven poeta.

¡Pues bien!, yo necesito decirte que te adoro,

decirte que te quiero con todo el corazón;

que es mucho lo que sufro, que es mucho lo que lloro,

que ya no puedo tanto, y al grito en que te imploro,

te imploro y te hablo en nombre de mi última ilusión.

Comprendo que tus besos jamás han de ser míos,

comprendo que en tus ojos no me he de ver jamás,

y te amo y en mis locos y ardientes desvaríos

bendigo tus desdenes, adoro tus desvíos,

y en vez de amarte menos te quiero mucho más.

Y aunque corra fama de que la casada Rosario de la Peña fue quien causara el impulso de la muerte, quien le llevara a ingerir el cianuro de potasio irreversible, quien le inspirara ese poema último, Peza desmiente la versión. Ni fueron los últimos versos ni Rosario ha sido la causa. Por un lado, no era falta de mujer lo que acicateaba a Acuña, pues por el mismo tiempo estuvo relacionado con una joven con la cual procreó un hijo malogrado. Por otro, el último poema fue un soneto dictado en las bancas de La Alameda, en el centro de la Ciudad de México, al propio Peza, “A un arroyo”:

A mi hermano Juan de Dios Peza

Cuando todo era flores tu camino,

cuando todo era pájaros tu ambiente,

cediendo de tu curso a la pendiente

todo era en ti fugaz y repentino.

Vino el invierno con sus nieblas, vino

el hielo que hoy estanca tu corriente,

y en situación tan triste y diferente

ni aún un pálido sol te da el destino.

Y así en la vida el incesante vuelo

mientras que todo es ilusión, avanza

en sólo una hora cuanto mide un cielo.

Y cuando el duelo asoma en lontananza

entonces como tú cambiada en hielo

no puede reflejar ni la esperanza.

II.

Peza relata que para diciembre de 1873, cuando Acuña murió, ya todos sus compañeros y amigos proclamaban de memoria el “Nocturno a Rosario” desde hacía tres meses; no era estrictamente, pues, una novedad.

Juan de Dios Peza, el amigo más cercano y querido del poeta, es categórico:

“Acuña fue víctima del hastío, de la nostalgia moral, de esa enfermedad sin nombre que marchita las flores del alma cuando apenas están en capullo. En sus últimos días vivía de una manera extraña: sus vigilias eran constantes; leía y escribía hasta el amanecer; gustaba de tomar un café espeso, al que llamaba Manuel Flores ‘el néctar negro de los sueños blancos’ y aparentaba una jovialidad que servía de antifaz a su secreta tristeza. Su trágica muerte es el resultado de un extravío cerebral: nadie aparece como causa de ella y son consejas triviales las que corren en boca del vulgo.” (Prólogo de Juan de Dios Peza a las obras de Acuña; México, 1897).

Y quizá el último aliento poético haya sido la nota final: “Lo de menos será entrar en detalles sobre la causa de mi muerte, pero no creo que le importe a ninguno; basta con saber que nadie más que yo mismo es el culpable— Diciembre 6 de 1873. —Manuel Acuña”.

En cuestiones de suicidio no hay última palabra, sobre todo cuando se ejecuta como Manuel Acuña. Es más una valentía que una cobardía, como usualmente se le considera. Es tal vez la personalidad taciturna la que determina el designio fatal. Acuña es una suerte de hombre goethiano, post-werthereano tardío. Aunque a diferencia de la proyección personal de Goethe, Werther, hombre necio y amargado, Manuel Acuña posee un acendrado sentido del humor y una realización sexual que le libera de la necedad (además, Goethe en vez de ejecutarse él mismo, hace suicidar a su personaje y con él, lo harían muchos de sus jóvenes lectores contemporáneos). Para algunos, Manuel Acuña es solo un romántico víctima de su tiempo, mas se trata en realidad del hombre ante una decisión madurada; véase el retrato donde luce como un hombre mayor a su muy temprana edad.

No ha habido fecha u onomástico detrás de este breve texto como dicta lo usual. Ni siquiera una recurrencia voluntaria a los poemas y la poesía de Manuel Acuña. Asomó un día cualquiera como un apellido perdido en la geografía de México como tantos otros: Martínez, Juárez, Morelos, Zaragoza,… Perdido en la geografía de violencia y sangre. Amaneció en los periódicos: Acuña, Coahuila. Lo demás fue confirmar que este municipio se llama así en honor de Manuel, joven poeta nacido en Saltillo al cual le fue asignado un pedazo de tierra para su célebre nombre.

Héctor Palacio I Twitter: @NietzscheAristo