La descomposición de la vida pública nacional ocurre por el tránsito de políticos rateros a rateros políticos; el juego sustantivo y adjetivo hace toda la diferencia. Un político presto a la venalidad significa que privilegia el oficio originario y eso impone límites y permite la funcionalidad de la política, como sucede con toda profesión o actividad. Lo contrario ocurre cuando el objetivo es enriquecerse a toda costa, no hay límite y mucho menos cuando es frágil la sanción social -comúnmente a cargo de la prensa- o inexistente la de carácter legal -el sistema de justicia penal-.
Ciertamente, la impunidad es el mal de origen. Es lo que ha propiciado que la venalidad se haya apoderado de buena parte de la vida pública. Así ocurrió durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari, a pesar de sus visionarias realizaciones y así aconteció con Enrique Peña Nieto, a pesar de sus extraordinarias reformas. Sin embargo, hay diferencias. El primero monopolizó la corrupción; en el segundo se generalizó, no sólo en su gobierno, sino en la nueva generación de mandatarios locales. La justificación fue el gasto electoral, robar para financiar campañas, aunque no llegaran los recursos a su destino final. Robar fue el valor entendido, aceptado y promovido en la nueva era.
La descomposición acabó con el PRI. Al presidente Peña le aconsejó Luis Videgaray seleccionar a un candidato ajeno al tricolor, pero asociado a los gobiernos del PAN y del peñanietismo. Se quedaron en el camino Miguel Ángel Osorio Chong, la figura más próxima al PRI y Aurelio Nuño, la promesa de renovación del régimen. Se pensó que con José Antonio Meade se ganaría el voto del PAN y que los del PRI seguirían suscribiendo el código de la lealtad vuelta sumisión. Acabar con el candidato de PAN, Ricardo Anaya, se pensó tan necesario como posible. Todo un fracaso.
Las posibilidades de triunfo de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) estaban perfiladas. Pero no con mayoría absoluta y menos acompañado de una ventaja arrolladora en la elección de legisladores y las locales. Lo ocurrido fue resultado del PRI, de su presidente y de quienes le aconsejaron minar al PAN. La segunda opción de los votos de Ricardo Anaya era AMLO, no Meade.
No se midió la magnitud del repudio que padecía el PRI. La estrategia recomendable era la contraria: hacer de la elección no una batalla nacional, del todo favorable a AMLO, sino 32 o 100 frentes de competencia, para que el PAN ganara en sus territorios de fortaleza, el PRI en los suyos y la coalición de López Obrador prevaleciera en todos aquellos en los que el repudio al PRI era la regla, no pocos. El tabasqueño ganaría, con poco más de 40%, pero prevalecería la pluralidad en el Congreso y ganaría el PRI algunos estados, municipios y distritos al bajar el umbral de triunfo por la concurrencia de tres fuerzas competitivas en contienda.
Esto quedó claro a dos meses de la elección. El triunfo de AMLO era inevitable. La embestida contra Anaya se acentuó y el apoyo a Meade se frenó. Pero ahora por distintas razones. Tal como ahora sucede con Alejandro Moreno y Rubén Moreira en su apoyo a la reforma constitucional en materia de energía, la lógica del ratero político se impuso: la búsqueda de impunidad haciendo el favor al ganador.