Ya no basta con decir que el capitalismo está en crisis. Yanis Varoufakis, economista griego y exministro de Finanzas, da un paso más en su más reciente libro “Tecno-feudalismo: El sigiloso sucesor del capitalismo”. Su tesis es provocadora: no estamos ante una versión más sofisticada del capitalismo digital, sino frente a una mutación histórica del sistema económico global. Una en la que las reglas del juego ya no se rigen por la producción, la competencia o la acumulación industrial, sino por la extracción de rentas, el control total de plataformas digitales y la apropiación de nuestros datos.
En esta nueva lógica, el mercado ha sido reemplazado por un orden vertical. Las grandes corporaciones tecnológicas —Amazon, Google, Apple, Meta y Microsoft— ya no actúan como simples empresas dentro del mercado. Se han convertido en los nuevos “señores feudales” de la era digital: crean ecosistemas cerrados, imponen sus propias reglas y extraen valor de toda interacción que ocurre dentro de sus dominios. ¿El producto? Somos nosotros: nuestras búsquedas, clics, emociones, datos, gustos y relaciones.
Amazon no solo vende productos; controla la infraestructura misma del comercio electrónico. Google no solo ofrece respuestas; se ha vuelto el mediador obligado del conocimiento. Facebook no solo conecta personas; decide qué voces se amplifican y cuáles se silencian. Y detrás de esta dominación no hay competencia, sino oligopolio, opacidad y una forma sutil —pero profundamente eficaz— de control social: la vigilancia algorítmica.
Lo que Varoufakis describe no es una distopía futurista. Es el presente. Un presente donde los datos han desplazado al capital físico como fuente de poder. Un presente donde los algoritmos moldean nuestras decisiones sin transparencia alguna. Y donde las decisiones económicas más importantes se toman en oficinas corporativas, no en parlamentos ni congresos.
Lo más alarmante es que este orden no se limita al terreno económico. Tiene consecuencias directas sobre el trabajo, la democracia y el tejido social. Mientras los grandes capitales se enriquecen especulando con activos intangibles, millones de personas sobreviven en la precariedad laboral del “autoempleo” por aplicaciones. La figura del trabajador con derechos se disuelve ante la narrativa del “socio independiente” sin protección social ni seguridad jurídica.
Al mismo tiempo, la esfera pública se erosiona. Lo que antes era una plaza abierta al debate y la deliberación, hoy está mediado por algoritmos que priorizan lo rentable, lo viral y lo que conviene a intereses comerciales. La ciudadanía se reduce a una condición de usuario: alguien que acepta términos y condiciones sin capacidad de decisión real.
Pero Varoufakis no se queda en la denuncia. Nos llama a imaginar alternativas. A repensar nuestra relación con la tecnología y a reconstruir el poder democrático sobre ella. Propone la creación de plataformas públicas, la fiscalización de los monopolios digitales, una renta básica universal financiada con impuestos a la riqueza algorítmica y, sobre todo, una nueva narrativa política que supere tanto al neoliberalismo como al estatismo burocrático.
La clave está en reapropiarnos de la tecnología: transformarla de herramienta de dominación en instrumento de liberación. Esto implica recuperar la ética, los derechos humanos y la justicia social como brújula de las decisiones tecnológicas. Y reconocer que detrás del mito del progreso ilimitado, se esconde una servidumbre digital que naturaliza la desigualdad y socava los cimientos de nuestras democracias.
El concepto de tecno-feudalismo es, ante todo, una alerta. Un llamado a no aceptar como inevitable un modelo que concentra el poder en manos de unos pocos y convierte nuestras vidas en mercancía. Varoufakis nos recuerda que el futuro no está escrito. Podemos resignarnos a ser siervos en castillos digitales disfrazados de innovación… o podemos luchar por una sociedad más libre, justa y democrática, donde la tecnología sirva al bien común.
Ese, me parece, es el verdadero desafío de nuestro tiempo.
A pesar del optimismo en aquel llamado, países como el nuestro con mínima inversión a la educación, muy poco incentivo a la incorporación a las ciencias y nuevas tecnologías de la planta escolar y el desprecio en la educación básica a las materias que forman el pensamiento matemático, están condenados a una esclavitud que excluye siquiera del juego digital, en la que el único universo de lo entendido y posible tendrá que ver con la explotación del trabajo físico y las horas encerradas de labores mecanizadas como mano de obra, no como creadores, operadores y protagonistas de las tecnologías. Ni hablar de que la educación en México se resume al paro de los monstruos sindicales que enseñan menos de lo que exigen... Una pena.