Entre otras características de las elecciones que han tenido lugar a lo largo de la transición democrática, y ahora en el tiempo de la transformación, es que los comicios sin reforma previa resultan más lejos y prologan un conflicto ulterior.

Las elecciones federales del 2000, 2012 y 2018 fueron precedidas por sendas reformas, incluso de nivel constitucional y muy relevantes, digamos estructurales. Por el contrario, la de 2006, no.

Para 2024, ningún proyecto o iniciativa de reforma pudo concretarse. Las implicaciones están a la vista.

Las normas legisladas son insuficientes para regular las intensas dinámicas de una población y ciudadanía multiplicadas en número e interés en la agenda pública; partidos y candidaturas o muy fuertes o muy débiles; autoridades electorales con diversas circunstancias adversas; gobiernos activistas; entorno mediático y social agresivos y un largo etcétera.

Si de algo sirven las ciencias sociales deben ayudar a extraer de la historia reciente la alta probabilidad y predicción de que, al igual que en 2006, solo que con una reversión de los actores de entonces, tanto en el gobierno como en la oposición, experimentemos un fuerte conflicto poselectoral y una reforma ulterior obligada.

Por el bien de todas y todos, sería razonable prepararse para que las semanas que restan a la contienda en curso transiten en condiciones de viabilidad mínimamente aceptables para que el desenlace en junio, con todo lo abrupto o rijoso que se espera que sea, no devenga en dramático o lamentable.

Para ello, la conciencia, moderación y actuación responsable de todos los involucrados revisten crucial trascendencia.