Cada fin de octubre, cuando el aire se llena de copal y la tierra huele a humedad, recuerdo por qué el Xantolo no es una fiesta: es un regreso. Desde hace varios años suelo ir a la Huasteca, a San Felipe, a Huejutla y algunos otros municipios más, a esas comunidades donde las casas de madera y lámina abren sus puertas al son huasteco y las almas vuelven con flores. He estado tanto en los altares humildes —donde el café humea junto a la foto de los abuelos— como en la pasarela política que a veces acompaña la temporada: esa donde los encargos, los cargos o las bendiciones se reparten entre música y aguardiente, como si la política también quisiera ponerse máscara por un rato.

En San Felipe Orizatlán, el pueblo se prepara con semanas de anticipación. Las cuadrillas ensayan de noche, los cohetes anuncian el inicio de los festejos y las mujeres tienden los arcos de cempasúchil que más tarde coronarán las calles. En Huejutla, todo escala: ahí está el altar más grande del mundo, con sus siete escalinatas encendidas de flor naranja, su arco monumental que parece sostener el cielo, que indica el camino a los difuntos, y un aroma de copal que no se olvida. Es un territorio caluroso, como los cubanos dirían “pegajoso”, pero se acostumbra uno: la humedad se vuelve parte de la piel.

Este año el Xantolo llega entre lodo y silencio. Las lluvias dejaron caminos rotos, familias desplazadas, cultivos perdidos. Muchos pedían suspender la celebración; otros, simplemente, no podían dejar de prepararla. Porque allá, cuando la muerte ronda, la vida se viste de papel picado y los muertos se sientan a la mesa. Suspender el Xantolo sería, para muchos, renunciar a la última frontera de la comunidad: esa certeza de que, aunque todo se inunde, todavía hay memoria.

Hay quien mira desde lejos y no entiende cómo puede bailarse mientras el agua arrasó los hogares. Pero en la Huasteca, bailar no es frivolidad; es sobrevivencia. Las máscaras de los danzantes no esconden el dolor, lo transforman. Cada paso es un modo de decir: seguimos aquí. Y cada altar, una política íntima del recuerdo: la organización, la cooperación, la hospitalidad que el Estado no siempre alcanza a ver.

Quizá el Xantolo, en el fondo, también es una forma de gobierno. No el de los decretos ni los discursos, sino el que se construye desde la comunidad, con su propio calendario, su propia justicia, su propia alegría. Quizá por eso, aun en medio de la tragedia, suspenderlo habría sido como apagar la última vela del altar: un gesto correcto en la forma, pero injusto en el alma.

Cuando caiga la noche y los tambores suenen, allá estarán los pueblos encendiendo el copal. Entre el barro, el canto y las risas, el Xantolo volverá a recordarnos que el duelo también puede ser esperanza, y que ningún temporal —por más fuerte que sea— logra llevarse el corazón de quienes saben mirar la vida desde el otro lado.