Entre ayer y hoy, dos temas han despertado el interés de los medios de comunicación nacionales e internacionales:

  1. El análisis de la reforma electoral, presentada ayer por el presidente AMLO, iniciará una nueva etapa de confrontación entre el ejecutivo y los medios de comunicación. Entraremos a una nueva pista, aunque siga siendo el mismo circo.
  2. El presidente de México sostendrá hoy una reunión virtual con el presidente de Estados Unidos. Veremos el “spin” (el giro) que cada gobierno le dará al resultado de las conversaciones. La eficacia del mensaje dependerá de la habilidad de los equipos de los presidentes para comunicar.

Ahora que Donald Trump ha captado la atención del gobierno mexicano, una vez más, con sus impertinentes declaraciones, tal vez sería bueno aprender de la historia de los presidentes de Estados Unidos y sus relaciones con la prensa. Para ello, recomiendo leer “Clash: Presidents and the Press in Times of Crisis” de Jon Marshall, profesor de la escuela de periodismo Medill en la Universidad Northwestern.

La presidencia de Donald Trump estuvo marcada por furiosos ataques a los periodistas. El titular del ejecutivo estadounidense tenía una extraordinaria habilidad para captar la atención de todos. Su presidencia se distinguió por la desinformación instigada desde la Casa Blanca. Y este ambiente influyó en la polarización partidista que se reflejó en los medios. El conflicto entre Trump y los medios influyó, para mal, en casi todas las políticas públicas. Ningún tema se escapó a esta rivalidad: Covid-19, migración, clima, racismo y todo lo relacionado con las elecciones de 2020.

En el libro de Jon Marshall se exploran las fuerzas políticas, económicas, sociales y tecnológicas que han dado forma a la relación entre los presidentes de Estados Unidos y la prensa en tiempos de crisis. Es un fascinante análisis de los tiempos difíciles y escándalos durante las presidencias de John Adams, Abraham Lincoln, Woodrow Wilson, Franklin Roosevelt, Richard Nixon, Ronald Reagan, Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama.

Lo que nos enseña este libro es que el choque entre un presidente y la prensa de su país pone en juego la supervivencia del sistema de gobierno. Si entendemos la naturaleza de estos enfrentamientos, entonces podemos entender cómo llegamos a la situación que estamos viviendo hoy. Nuestra tarea, desde la sociedad, es que se fortalezca siempre el papel de los medios de comunicación para lograr que los presidentes y sus equipos rindan cuentas.

Los presidentes de Estados Unidos y de México, por igual, se quejan de la cobertura mediática de su gobierno. Tienen que aprender que eso es un costo que hay que pagar. Los reporteros no son sus enemigos. Simplemente hacen su trabajo. La cobertura mediática positiva es siempre el resultado de buenas políticas públicas. Ni más ni menos.

Veamos sólo algunos ejemplos de lo que Marshall analiza en Clash:

Woodrow Wilson detestaba a los periodistas. Fue el primero que decidió gestionar la cobertura: nombró un secretario de prensa en la Casa Blanca e inició las conferencias de prensa regulares. Eran los tiempos de la Primera Guerra Mundial. Cuestionó el patriotismo de los periodistas disidentes y censuró a los medios invocando preocupaciones de seguridad nacional. Afortunadamente, para los medios, algunos casos notables se llevaron a la justicia y hubo sentencias que sirvieron de base para la defensa de los periodistas.

Franklin D. Roosevelt era todo lo contrario a Wilson. Su instrumento predilecto fueron sus charlas amistosas y accesibles junto a la chimenea. No eran eventos especiales. Más bien eran frecuentes. El equipo de prensa de Roosevelt en la Casa Blanca entendía mejor a los medios, a sus presiones de tiempo y exigencias de sus editores. Incluso facilitaban la cobertura sugiriendo nuevos ángulos y abriendo las puertas a entrevistas con los funcionarios de más alto nivel. Eran los años de los noticieros que se proyectaban en las salas de cine. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Roosevelt aprovechó exitosamente su buena relación con los medios. En tiempos de guerra, hubo restricciones a la cobertura. Pero no se impusieron a la fuerza, sino se lograron a través del convencimiento.

Richard Nixon consideraba a los periodistas como sus enemigos. Y así le fue. Era paranoico. Tenía una lista de sus adversarios. Siempre asumía que los “izquierdosos” de la prensa lo perseguían. Nunca reconocía la cobertura positiva que recibía. Incluso Nixon indujo al vicepresidente Spiro Agnew a preparar y decir un discurso en el que denunciaba a los medios de comunicación nacionales como “charlatanes del negativismo” y argumentaba que no representaban las opiniones del pueblo, que era la “mayoría silenciosa”. Nixon utilizó la televisión en vivo. Ahí habló al pueblo sobre su inocencia, durante la crisis de Watergate. Su famosa y lapidaria frase “I’m not a crook” lo hundió por completo. La combinación de propósitos políticos, escándalo, mentiras y encubrimiento fue devastadora.

Aunque Ronald Reagan desconfiaba de la prensa, sabía cómo comunicar su mensaje. Era agradable y se convirtió en un genio en el manejo de las cámaras de televisión. Su imagen era impecable. Tenía uno de los mejores equipos de comunicación que hayan estado en la Casa Blanca. Habían aprendido de los errores de todos los anteriores. Y, aunque hubo crisis muy graves como el caso Irán-Contra de 1986, su equipo supo aislar al presidente del conflicto. Durante su período se desvaneció la doctrina de equidad, de la Comisión Federal de Comunicaciones, que requería que las emisoras transmitieran puntos de vista contrastantes sobre asuntos controvertidos. Ya no había necesidad de ofrecer “tiempo igual” a todas las partes. Se fortalecieron así los medios más conservadores de comunicación.

El libro Clash, de Marshall, analiza en varios capítulos el gobierno de Trump. Lo más interesante es la manera como evidencia que Trump nunca estuvo interesado en la verdad. Superó a todos los demás presidentes como mentiroso. Los ataques verbales de Trump se convirtieron luego en violencia física. Al menos 24 periodistas fueron agredidos físicamente en 2018. La desinformación era la reina de la Casa Blanca. Y coronó todas sus falsedades con el ataque del 6 de enero al Capitolio de los Estados Unidos.

El análisis de la personalidades de los presidentes, las peculiaridades de la prensa y los eventos o crisis que enfrentan a los dos jugadores se potencia a otro nivel cuando entra en juego la tecnología. Se presentan nuevos desafíos y oportunidades para los presidentes y los medios por igual. Siempre hay paralelismos, analogías y lecciones del pasado. Las capítulos de Clash sobre Obama y Trump revelan la importancia de las redes sociales para la presidencia del siglo XXI.

Hay mucho que aprender de este libro. Clash es una lectura obligada para cualquier persona interesada en el papel vital de una prensa libre en una sociedad democrática. A través del análisis de los diferentes presidentes, Jon Marshall nos ofrece lecciones muy valiosas sobre la relación problemática entre los presidentes estadounidenses y los reporteros que los cubren.

Todo indica que la mayoría de los presidentes estadounidenses ha tenido una relación adversarial con la prensa. Es una relación compleja y de alto riesgo que, mal manejada, tiene consecuencias graves para todos.

Una de las enseñanzas más interesantes de la lectura de este libro es que la tensión financiera y la fragmentación que viven los medios de comunicación, junto con la voluntad de un jefe de estado de abrazar y repetir mentiras, se convierte en el mayor desafío para los periodistas y para la democracia de un país.

Intentar suprimir el escrutinio de la prensa sobre la conducta de un presidente es una pésima idea. Los presidentes tienen que aprender los pasos de ese eterno baile, extraordinariamente incómodo, que es su relación con los reporteros. Los dos quieren dirigir, pero entra en juego el ritmo cambiante de la tecnología, la política, la economía, la geopolítica, los prejuicios, los estereotipos, las idiosincrasias personales y las costumbres.

Javier Treviño en Twitter: @javier_trevino