A días de que se celebre la elección de jueces, magistrados y ministros mediante voto popular en México, el país se aproxima a un parteaguas que no solo compromete la independencia judicial, sino que exhibe con crudeza la falta de equilibrios del régimen de la Cuarta Transformación. Esta elección, más que un ejercicio democrático, se perfila como un botón de muestra del desmantelamiento institucional y del avance del crimen organizado en los poderes del Estado.

La ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Norma Piña, ha advertido que la reforma carece de un diagnóstico serio y amenaza con fortalecer a “grupos de poder” antes que garantizar justicia para la ciudadanía. Según ella, esta elección abre la puerta a intereses externos, desplazando la meritocracia por la popularidad o las conexiones políticas. Así, la independencia judicial, uno de los pilares de cualquier república democrática, queda en entredicho.

La preocupación no es meramente teórica. El senador Gerardo Fernández Noroña, reconoció públicamente que entre los aspirantes seleccionados por los poderes legislativo y ejecutivo hay, al menos, 20 con vínculos con el narcotráfico documentados. Nombres como Fernando Escamilla Villarreal (defensor del “Z-40”), Miguel Ángel Treviño Morales, o Diana Monserrat Partida (quien facilitó la liberación de Marcelino Ticante Castro, alias “El Fantasma”, presunto jefe de seguridad de Joaquín “El Chapo” Guzmán), encabezan una lista escandalosa.

Estas personas, lejos de haber sido excluidas del proceso, fueron respaldadas institucionalmente por los filtros de evaluación del Congreso y del ejecutivo, lo que evidencia una preocupante colusión o, cuando menos, negligencia sistemática.

La reacción internacional no se ha hecho esperar. El exembajador de Estados Unidos en México, Ken Salazar, calificó la reforma como una amenaza no solo a la democracia mexicana, sino también al marco económico bilateral. La posibilidad de que jueces con nexos criminales accedan a los más altos tribunales del país podría minar la certidumbre jurídica necesaria para la inversión extranjera y los tratados internacionales.

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El Congreso estadounidense también ha alzado la voz: legisladores como Michael McCaul y senadores de ambos partidos, entre ellos Marco Rubio y Ben Cardin, advirtieron que la reforma pone en jaque la separación de poderes en México y expone al sistema judicial a su captura por parte del crimen organizado.

No obstante, la llegada inminente del nuevo embajador estadounidense a México, apenas unos días antes de esta próxima elección, refleja la preocupación de Washington por lo que está en juego. Este relevo diplomático ocurre en un momento donde la fragilidad institucional mexicana ya no es una sospecha, sino un hecho visible.

La baja participación esperada en esta elección (que rondaría entre el 8% y el 18% según proyecciones), muestra también una desconexión ciudadana y una profunda desconfianza en el proceso. Mientras tanto, la American Society of Mexico (AMSOC) y organizaciones empresariales observan con inquietud, conscientes de que un poder judicial cooptado por intereses políticos y criminales comprometería no solo la seguridad, sino también la viabilidad económica y jurídica del país.

La democracia no puede construirse sobre urnas manipuladas ni sobre tribunales capturados. Esta elección judicial, lejos de empoderar a la ciudadanía, parece diseñada para legitimar un nuevo orden autoritario respaldado por la impunidad. México merece un sistema de justicia libre, independiente y blindado contra la corrupción y el crimen. Hoy, está en riesgo de perderlo.