Por siglos, el cónclave ha sido una de las ceremonias más secretas y solemnes del mundo. Es, a la vez, un ejercicio de poder y de fe, una escena donde la tradición más antigua se encuentra con las esperanzas del presente. Hoy, mientras la Iglesia Católica se aproxima a un nuevo cónclave, el mundo observa con una mezcla de expectativa, escepticismo y anhelo. No es solo la elección de un nuevo pontífice: es una elección sobre el rumbo moral, pastoral y político de una institución que, con sus más de mil 300 millones de fieles, aún ejerce una influencia profunda sobre la conciencia del planeta.
La Iglesia Católica se encuentra en un momento bisagra. El papado de Francisco, iniciado en 2013, introdujo un aire de reforma que desató esperanzas en unos sectores y resistencias en otros. Su énfasis en una “Iglesia en salida”, su preocupación por los pobres, su encíclica ecológica Laudato Si’, sus gestos de apertura hacia comunidades tradicionalmente marginadas —como los divorciados vueltos a casar, las personas LGBT y los migrantes—, han sido celebrados por muchos como signos de renovación evangélica. Pero no todos dentro de la jerarquía han compartido ese entusiasmo.
En realidad, Francisco fue un Papa tan amado como tolerado. Sus reformas, frecuentemente más simbólicas que estructurales, abrieron heridas viejas que estaban simplemente cubiertas con el velo de la costumbre. La tensión entre los sectores progresistas y conservadores dentro del colegio cardenalicio ha crecido silenciosamente, y este próximo cónclave no será inmune a esas tensiones. Por el contrario: será el campo donde se disputen dos visiones distintas del catolicismo contemporáneo.
En primer lugar, hay que decir que este cónclave será, probablemente, uno de los más “franciscanos” de la historia reciente. No solo por el legado que deja Francisco, sino porque ha nombrado a la gran mayoría de los cardenales electores. Se estima que más del 70% de ellos fueron creados por él, lo cual, en teoría, debería garantizar la continuidad de su línea pastoral. Sin embargo, la historia enseña que los cónclaves rara vez siguen guiones preestablecidos. El espíritu sopla donde quiere, dicen los creyentes, pero también soplan los vientos de la geopolítica, los egos personales, y las maniobras discretas de poder.
Este cónclave enfrentará varios desafíos estructurales. En lo inmediato, la Iglesia debe decidir qué tipo de liderazgo necesita para enfrentar una era en que la religiosidad institucional está en declive en muchas regiones del mundo. Europa y América del Norte muestran signos evidentes de transformación acelerada. La asistencia a misa, las vocaciones sacerdotales y el papel social de la Iglesia han disminuido considerablemente. En contraste, el crecimiento católico en África y Asia plantea un desafío teológico y cultural: ¿está Roma preparada para escuchar con profundidad las realidades de una Iglesia verdaderamente universal?
Además, hay un factor de urgencia moral: los escándalos de abusos sexuales siguen siendo una herida abierta. Aunque Francisco tomó medidas importantes para fortalecer los mecanismos de control y transparencia, muchos críticos consideran que la respuesta institucional ha sido tardía y aún insuficiente. No basta con la creación de comisiones o la formulación de protocolos si no hay una voluntad decidida de cambio estructural, incluyendo la revisión del celibato obligatorio, el papel de las mujeres en la Iglesia, y la cultura de secretismo que ha favorecido la impunidad.
En ese sentido, el próximo Papa deberá ser un reformador —no necesariamente un revolucionario—, alguien capaz de impulsar una reforma profunda sin romper la unidad eclesial. Un equilibrista que sepa leer los signos de los tiempos, sin perder la brújula de la tradición viva. No es tarea sencilla.
Otro tema fundamental que influirá en este cónclave será el rol de la Iglesia en el escenario geopolítico. En tiempos de crisis climática, guerras regionales, migraciones masivas y polarización social, el Papa ha vuelto a ser una figura internacional con capacidad de incidencia. La diplomacia vaticana, discreta pero persistente, ha jugado papeles claves en conflictos como el de Ucrania, Sudán del Sur o la región del Amazonas. El próximo pontífice deberá decidir si ese papel se refuerza o se repliega. ¿Será un Papa diplomático o un Papa místico? ¿Un hombre de despacho o un pastor que salga a recorrer el mundo?
Y, finalmente, está la cuestión de la identidad. El Papa Francisco ha sido el primer pontífice latinoamericano, el primero jesuita y el primero en elegir un nombre inspirado directamente en San Francisco de Asís. ¿Será este cónclave el que elija al primer Papa africano? ¿O quizás a un asiático? ¿Veremos un pontificado menos “romano” y más global en estilo, lengua y sensibilidad?
En esta disyuntiva, el Colegio Cardenalicio deberá moverse entre los fantasmas del pasado y las promesas del porvenir. Algunos nombres ya suenan como papables: el cardenal Matteo Zuppi en Italia, cercano a la comunidad de Sant’Egidio y con fuerte perfil pastoral; el cardenal Jean-Claude Hollerich, jesuita europeo con apertura intelectual; el cardenal Peter Turkson, ghanés y defensor del medioambiente; o incluso el cardenal Luis Antonio Tagle, filipino, carismático y popular en Asia.
Pero si algo ha demostrado la historia de los cónclaves es que sus resultados suelen ser sorprendentes. El humo blanco no solo comunica una elección: revela una síntesis de tensiones, alianzas, plegarias y silencios. Un nuevo Papa no es simplemente un líder más: es símbolo, testigo, y faro de una comunidad que, a pesar de sus heridas y contradicciones, sigue creyendo que el evangelio puede iluminar la noche del mundo.
La Iglesia, como dijo Benedicto XVI, no es una ONG espiritual. Pero tampoco puede seguir siendo una fortaleza cerrada sobre sí misma. En fin. No sabemos aún quién será el próximo representante de San Pedro en la tierra, pero sí sabemos lo que está en juego: nada menos que el alma de una de las instituciones más antiguas y transformadoras de la historia humana.
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