A la luz de la historia de los Estados nación, el poder ha tendido a expandirse. Basta con echar un vistazo a aquellas monarquías europeas anteriores a las revoluciones inglesas del siglo XVII o a la gran Revolución Francesa de la última década del siglo XVIII.

Los monarcas, una vez que habían logrado reducir la influencia de las noblezas regionales y de la Corte, iniciaron un proceso progresivo de centralización del poder político en su persona, alcanzando eventualmente su cenit en el todopoderoso rey francés Luis XIV.

Si bien los historiadores no han confirmado su autenticidad, el famoso lama de “El Estado soy yo”, sí que da luz sobre el pensamiento absolutista del Borbón.

Luis XIV, al igual que sus sucesores, gobernaban sin contrapesos, menospreciaban abiertamente el poder de los nacientes parlamentos nacionales, y no escuchaba más que su propia voz o quizás a un par de miembros de su Corte que gozaban de su confianza monarca.

En tiempos más recientes, el ascenso al poder de líderes carismáticos como Adolfo Hitler, Benito Mussolini, o dictadores soviéticos como Vladimir Lenin o Josef Stalin, evidencian claramente cómo el poder se expande, casi naturalmente, ante la ausencia de un conjunto de leyes, instituciones, contrapesos o una prensa libre capaces de poner un alto o, en todo caso, reducir las consecuencias en los hechos de las prácticas autoritarias.

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La región latinoamericana no ha sido una excepción. Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Miguel Díaz -Canel y Daniel Ortega, ante la ausencia de contrapesos que les planten cara, han visto expandir su poder hasta límites inimaginables en una democracia que se jacta, al menos sobre el papel, de organizar elecciones libres.

Ahora veamos a México. El PRI fue capaz de consolidar una “presidencia imperial” (como acertadamente le llamó Enrique Krauze al régimen del partido único hasta la transición del 2000) caracterizada por la presencia del presidente en la vida pública, mientras los partidos de oposición, la prensa crítica y el Poder Judicial languidecían ante el poder omnímodo del jefe de Estado en turno.

Con miras a las elecciones del próximo 2 de junio, el votante deberá reflexionar lo siguiente: en realidad poco importará que Claudia Sheinbaum jure representar al pueblo de México y lo “mejor” del obradorismo.

Si ella se convierte en la nueva jefa del Estado mexicano acompañada de un Congreso sumiso con mayoría calificada, México habrá vuelto a los tiempos de la presidencia imperial; aquellos años cuando los partidos de oposición estaban condenados a sobrevivir en los márgenes del espectro político, donde el presidente controlaba, en tanto que líder del PRI, a los gobernadores, legisladores y ministros de la Corte. El presidente ordenaba, mientras el Legislativo obedecía y el Judicial avalaba.

Como he señalado, el poder, si no encuentra límites dentro del Estado y en el marco de las instituciones y de las leyes, se expande hasta terrenos inhóspitos. Ello ha conllevado históricamente, tanto en México como otros paises, un espiral de violaciones a la Constitución, a los derechos humanos y a las normas básicas de convivencia democrática.

Sheinbaum, si resulta electa, deberá gobernar con contrapesos. De lo contrario, el país podría atravesar su primera gran crisis democrática del siglo XXI. Al final, todo dependerá de los votantes y de la conciencia política de los mexicanos.