En México y en muchos países del mundo se produce un fenómeno político que bien vale rescatar: podemos tener excelentes candidatos pero pésimos presidentes, y viceversa. Este problema es especialmente acuciante en nuestro país.
Un buen presidente es aquel hombre o mujer que conoce el arte de hacer gobierno y políticas públicas. Se conduce responsablemente en el quehacer público, diseña buenas estrategias, sabe cuales deben ser las medidas pertinentes para combatir la pobreza, reducir la desigualdad, ofrecer seguridad, conducir decorosamente al Estado en las relaciones internacionales, y en suma, que sabe qué necesita el país y cómo resolver las problemáticas que le aquejan.
Por el otro lado, tenemos a un buen candidato. Éste no es ciertamente aquel que sabe leer macro indicadores económicos, que puede explicar cómo funciona el coeficiente de Gini, que conoce a la letra la Constitución, o que toma decisiones con base en la evidencia empírica, sino que es el político “popular” que sabe cómo convocar a la gente para llenar las plazas públicas, que habla a la gente “en su idioma”, que es carismático, y en resumen, que se identifica con el “pueblo” y que la gente se identifica con él.
Si bien México exige a gritos a un buen presidente, primero debe ser éste un buen candidato. De lo contrario, de poco servirá pues simplemente no será electo para ejercer las funciones de Estado.
Veamos dos casos. Enrique de la Madrid, precandidato presidencial de la coalición Va por México, es un hombre preparado que ha demostrado, a lo largo de su vida, pruebas de honestidad personal. En adición, es un político preparado que ha presentado propuestas que sí ayudarían a resolver, o al menos, a aliviar, algunos de los desastres que AMLO y los suyos han dejado a su paso. Entre ellas se encuentra la reanudación de la construcción del aeropuerto de Texcoco, cuya cancelación ha sido pagada muy cara en términos monetarios y en mensajes negativos enviados a los inversionistas.
Para su mala fortuna, el candidato De la Madrid lleva consigo su apellido (lo que no le ayuda mucho porque se le liga al PRI de los ochenta y a un expresidente que no fue popular ni bien valorado) y luego, no tiene el genio comunicativo que le permita conectar emocionalmente con la mayoría del electorado.
Y del otro lado de la moneda, nadie representa mejor al buen candidato –y mal presidente- que AMLO. Gracias al genio comunicativo que le caracteriza, el tabasqueño fue capaz de ganar una elección con eslóganes sin propuestas (como aquella cantaleta de hacer desaparecer la corrupción de la noche a la mañana o de abrazos no balazos).
El hecho de ser un buen candidato de plazas públicas le llevó a la presidencia. Desafortunadamente, como un mal presidente, ha conducido al México con pifias y omisiones, lo que tiene hoy a nuestro país de rodillas ante la pobreza, la inseguridad y los desafíos en materia de seguridad y educación.
En resumen, para ganar a Morena en 2024 no valen simplemente las propuestas. Éstas, para nuestra mala fortuna, pasan a segundo plano. Lo que se necesita, para frenar al partido oficial en su camino rumbo a la completa captura de nuestro país, es un candidato de la oposición que comunique emocionalmente con los mexicanos. Por ahora, según vemos, no lo hemos encontrado.