Varias notas de prensa resaltaron, en una luz muy positiva, que los tres cárteles más poderosos de México (Sinaloa, Jalisco Nueva Generación y Golfo) respondieron de manera positiva al llamado de paz que un colectivo de madres desaparecida les hizo semanas antes. En algunos estados se destaca que avisaron de la localización de fosas, en otro, dejaron bolsas con restos humanos (esto también se describe como parte de lo positivo, ojo) y por ahí también un párroco les mandó decir que, de los puntos solicitados por las madres, unos se aceptan y otros no (el de cese de enfrentamientos, porque ese es un eje de la libre competencia en los mercados agresivos de bienes ilícitos tangibles, por supuesto). Pero todos, en general, vieron estos hechos como una especie de avance hacia algún destino al que vale la pena llegar.

En lo personal, no me explico cómo ni las autoridades ni los medios ni los analistas reparan en las implicaciones del encuadre que tiene una noticia y unos testimonios como los descritos. Para empezar, claramente hay una reconfiguración profunda de la sociedad mexicana en la manera de entender la fuerza, el Estado, la seguridad y el interés público y privado.

No solamente se observa en el crimen organizado, llama la atención, por ejemplo, que se haya reportado el “pacto” entre el presidente y el INE para inaugurar una “nueva era” marcada por el respeto a la ley, y el establecimiento de una mesa de diálogo, como si fueran dos fuerzas beligerantes en conflicto y no dos autoridades constituidas del Estado mexicano cuyas funciones y razón de ser no deberían cruzarse en absoluto.

Pero el caso que nos ocupa es más ilustrativo, por dramático, en el sentido más plástico del término. Veamos: un grupo de madres buscadoras de sus hijos desaparecidos propone un pacto con el crimen organizado, con pliego petitorio, numerales, firmas. Y todo es público. ¿Qué dice esto de la función estatal, política, pública? Es como si hubiera dos mundos paralelos, y el Estado mexicano estuviera ocupado librando sus batallas en uno, contra los partidos de oposición, el INE, los congresistas norteamericanos, los empresarios enemigos; y hay otro mundo, que no le concierne, donde un colectivo de señoras hace acuerdos con los cárteles del narcotráfico y estos le contestan, casuales. Un acuerdo entre particulares, parece, pero en el sentido más hobbesiano del término.

El tipo de señales también interesa por la normalización de las mismas como actos de buena fe: principalmente, la aparición de cuerpos en la calle, o de bolsas con restos óseos; la información sobre la ubicación de fosas clandestinas. Todo eso se parece a las treguas de los ejércitos antiguos cuando permitían, después de una batalla, que los deudos pasaran a recoger a sus muertos para poder enterrarlos. De nuevo, ¿qué dice esto de la pretensión soberana del Estado, tanto hacia los grupos que lo desafían como hacia las víctimas? Se está librando una guerra y el Estado no está siendo invitado ni siquiera como testigo a los acuerdos de paz.

El hecho de que también un grupo criminal haya mandado un mensaje con un párroco, diciendo los puntos que aceptaban y los que no, es la cereza del pastel en este mapa de actores relevantes, donde se reconoce a la iglesia comunitaria, al menos ahí, como mediador e interlocutor natural entre el crimen y la sociedad civil. Insisto, como si fuera una guerra de hace varios siglos. Por si fuera poco, se muestran los números de desaparecidos en este sexenio, y se atribuye su baja a pactos como este, no a una estrategia de seguridad gubernamental ni mucho menos. Y el gran avance, visto en frío: los matan, pero ya no los desaparecen. Y todo indica que hay que celebrarlo.

El problema es que, aunque no lo vea hoy, a quien menos le conviene esto es al propio Estado, porque no es la delincuencia, ni siquiera la organizada, la que constituye la mayor amenaza para su existencia: es la sustitución en las funciones primigenias estatales por entidades privadas lo que lo deja en ridículo, porque lo vuelve prescindible. Es cuando una entidad extra estatal empieza a cobrar impuestos, administrar justicia y negociar las condiciones de aplicación de la violencia incontestada, donde deja de haber crimen y comienza a haber un Estado paralelo.