“Niños no se vayan a la Plaza, sólo tienen permiso de jugar aquí en el cuadro (jardín de juegos infantiles), ya saben que es peligroso ir para allá, recuerden lo que pasó el otro día entre granaderos y estudiantes”, decía mi madre días antes del 2 de octubre de 1968.

La Vocacional 7, del IPN, que se encontraba dentro de la Unidad Habitacional Tlatelolco, a un lado de la Plaza de las Tres Culturas, era el escenario de las confrontaciones entre autoridades de la fuerza pública y estudiantes. Esa situación se extendía hacia los edificios de la Unidad. A nosotros nos tocó escuchar los disparos en las noches y madrugadas, en varias ocasiones, durante algunos días de julio, agosto y septiembre de ese año, cuando personas armadas intentaron romper la huelga o intimidar a los muchachos.

Vivíamos en el edificio Durango, en un departamento de dos recámaras, en el cuarto piso. Era uno de los 20 departamentos que tenía cada entrada. Un edificio que, por cierto, no tenía elevadores, solo escaleras. Llegamos en 1966 a la Unidad Habitacional “Adolfo López Mateos” Nonoalco Tlatelolco. Ésta fue inaugurada en 1964. En los departamentos, en el 66, todavía se percibía el aroma de la pintura fresca en cocina, baño, puertas y ventanas.

Desde 1967 mi padre participó en la organización, con otros vecinos, de la primera liga de fútbol del barrio. Él había sido portero, en su juventud, en una liga de fut al sur de la ciudad, por Nativitas; de ahí su afición por ese deporte. En Tlatelolco había un campo de tierra en la primera sección, ubicada entre Av. Insurgentes y la calle de Guerrero. Recuerdo que la cancha en esa zona estaba a un lado del edificio Allende; mientras que el campo de fut de la segunda sección, estaba en la explanada de lo que hoy es el Metro Tlatelolco, a un costado del edificio Arteaga. Ese campo de tierra existió antes de la construcción del cine Tlatelolco, también ubicado en el mismo predio. La segunda sección de la unidad se ubica entre la calle de Guerrero y el eje Central Lázaro Cárdenas. Y la tercera de ahí hasta el Paseo de la Reforma.

Debido a que en la tercera sección no había campo de fut, nosotros de niños atravesábamos toda la unidad habitacional, a pie, para llegar a los campos. Había que cruzar entonces la Plaza de las Tres Culturas y un jardín bastante grande, conocido en el barrio como “La Pera”. Nuestro equipo se llamaba “Monterrey”, aunque mi papá quería ponerle el nombre de “Torreón”, por ser su lugar de origen, pero como solo encontró en las tiendas de deportes, de la calle de Peralvillo, el uniforme del “Monterrey”, ese nombre se quedó. Entre 1969 y 1970, en Tlatelolco se organizó uno de los primeros torneos de fútbol de salón en la historia nacional de ese deporte. El famoso futbolista Horacio Casarín, goleador del Atlante, participó en una ceremonia de entrega de trofeos en nuestra liga.

La Plaza de las Tres Culturas fue también nuestro patio de pasatiempos, aunque no tenía juegos metálicos infantiles. Recuerdo que antes del 2 de octubre hubo uno o dos mítines en la Plaza, entre agosto y septiembre. Los dirigentes se colocaban en la terraza del tercer piso del edificio Chihuahua, porque desde ahí se podía observar toda la plaza, era un lugar práctico y accesible para realizar conexiones eléctricas. Aun cuando teníamos prohibido asistir a los mítines (yo tenía 6 y mi hermano 8 años), sabíamos que en esas reuniones participaban miles de estudiantes, profesores, y otras personas solidarias con el movimiento, que no estaban relacionadas con las escuelas, entre quienes se encontraban vecinos de la Unidad. La distancia entre el edificio Durango y el Chihuahua es como de unos 80 metros, así que desde el cuadro de juegos de los edificios Chiapas, Hidalgo y Durango podíamos escuchar claramente los discursos de los líderes a través de los altavoces.

Las demandas de su lucha eran desconocidas para nosotros en ese entonces, sin embargo, sabíamos que los estudiantes no estaban armados, que protestaban a gritos, que pintaban bardas, postes y camiones, que distribuían volantes y que su lucha era pacífica. Por ello los vecinos los apoyábamos. Hay que reconocer, sin embargo, que los estudiantes también contratacaban con los medios que podían: piedras, tubos, bombas molotov. Niños y adultos vecinos del barrio sabíamos que la violencia venía de los cuerpos de policías civiles, uniformados y de los granaderos, porque nos tocó ver cómo los politécnicos huían y se defendían de los ataques. La presencia del ejército mexicano no fue frecuente antes del 2 de octubre.

Los niños de Tlatelolco íbamos a las escuelas Primarias y Secundarias ubicadas en la zona, o a las que estaban en las colonias cercanas a la Unidad. Muchas de nuestras familias estaban unidas debido, sobre todo, a las actividades comunitarias y educativas que se hacían a través de las escuelas públicas. Aunque muchos años después entendí que una escuela no es “un lugar”, sino una comunidad educativa, para mí el “lugar” donde aprendí a leer y a escribir fue la Primaria “Nicolás Rangel”. Cuántos amigos, cuántas maestras y maestros, cuántas historias se han escrito por ahí.

Por las tardes, niños, niñas y jóvenes, salíamos a jugar a los cuadros o jardines, con la seguridad de que no había calles abiertas a la circulación de vehículos. Una o dos veces por semana, acudíamos a las clases de natación que se daban en las albercas de los clubes o centros deportivos (había uno por sección). A nosotros nos tocaba practicar ese deporte, por su ubicación, en el club “Antonio Caso”, que estaba a un costado del edificio Nuevo León. Para sacar credencial del club, había que llevar fotos tamaño infantil y el recibo de pago, claro, para tramitarla, después del examen médico, en el edificio de Banobras. Ese edificio grande y emblemático de Tlatelolco, que tiene forma triangular, ubicado casi en la esquina de la calle de Nonoalco, hoy Flores Magón, y Av. de los Insurgentes. El arquitecto Mario Pani utilizó muchas formas triangulares en el diseño de los edificios tlatelolcas, como simbolismo y homenaje a las flechas utilizadas por los grupos indígenas en épocas prehispánicas.

Han pasado 50 años de esos sucesos. La memoria es un continuo que se percibe como discontinuo. El recuerdo forma parte de la vida misma. Hacer el resumen de la infancia es una injusticia, porque no incluyes a todos los que estuvieron contigo, ni se agotan las historias en una narración. Luego, al transcurrir del tiempo, te das cuenta que ya eres un joven, un adulto, y en el optimismo extremo, un adulto joven; aunque por fortuna las vivencias significativas de la niñez siempre se quedan, permanecen, son inagotables.

Los vecinos de Tlatelolco en 1968 nunca nos imaginamos que íbamos a ser  protagonistas de momentos desgarradores; o testigos de heridas profundas entre los nuestros; hermanos fraternos ante tragedias humanas jamás imaginadas en la historia reciente de México. Niños, hoy ciudadanos, que vivimos de cerca la marcha de una generación camino hacia la democracia, con todo lo que ello pueda significar. Cambio social en el cual el eje de aceleración, en ese difícil tránsito, lo puso la juventud en un tiempo, a un ritmo no calculado y sin detenerse ante las adversidades.

Generación de los años 60 que tomó las calles por primera vez en México, sin pedir permiso, en especial la gente del 68. El movimiento estudiantil se convirtió en escuela urbana de la crítica, de las libertades, de la democracia y de la defensa de los derechos cívicos; de las actitudes antiautoritarias, rebeldes, irreverentes, utópicas e independientes. Escuela callejera de la participación y del ejercicio de la política como palabra y como razón; como exigencia de justicia, del no a la impunidad y del sí a la búsqueda de la verdad; de la negación al régimen cerrado, represor y caduco; de la política como derecho, como compromiso y como representación de sí mismo y de la sociedad.

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