Escribir sobre el estilo, en nuestros tiempos, pareciera un sacrilegio contra toda reflexión seria. En ámbitos académicos incluso es un tanto despreciado y pocos poseen la valentía suficiente para abordar un tema que toca al ser humano en todas sus instancias, desde lo sicológico hasta lo moral. Un gran pensador, Gilles Lipovetsky, dedicó al tema un texto magnífico: L'Empire de l'éphémére. La mode et son destín dans les sociétés modernes. En dicho libro hace un estudio minucioso del impacto de la moda en las transformaciones sociales de los últimos siglos. Como ejemplo destaca la influencia del traje burgués en la aristocracia contemporánea, fueron los sastres y diseñadores quieren marcaron un nuevo estilo, con el cual se logró trasladar la ideología democrática. La muestra más tangible de dicha sentencia yace en ver a reyes y autoridades monárquicas vistiendo el mismo atuendo que un empresario.

El estilo, como perspectiva estética, no puede ni debe ignorarse. Aquello que es quizá irrelevante para las mayorías no lo es para grupos de poder y no hay mejor evidencia de los alcances culturales del estilo que la moda. No por ello equiparo el concepto de estilo al de tendencia, son elementos transculturales que deben ser reconocidos en sus propios ámbitos aunque comparten una relación intrínseca. El estilo, por tanto, refleja su propio ethos (o espíritu) en una estructura mística. Ya lo ilustraba Marx con su teoría de la superestructura, aquel constructo humano que nos ha rebasado y en términos freudianos podríamos pensar que si la cultura es una jaula que nos hemos construido, sin duda el estilo sería el material de que está compuesta. Ante estas dos realidades o verdades de la realidad, nos enfrentamos a otro dilema: Si el estilo es una invención histórica, tiene dentro de sí una veta mística que permite su perdurabilidad.

Erróneo sería pensar que la gente carece de estilo, Marcuse nos recuerda que detrás de todas las ilusiones de libertad existe un sutil totalitarismo, por tanto no podemos separar las corrientes populares con el pueblo mismo. Una revolución cultural, como la emprendida por Mao, no pretendía eliminar (al menos genuinamente) los trazos alienantes detrás de un estilo particular, en todo caso jugar un rol de sustitución. El caso de China, al volver moda la vestimenta obrera, tiene que analizarse en función de los objetivos revolucionarios iniciales; crearon una nueva cultura a partir de los detalles exteriores para reafirmar la sumisión y el rechazo a toda propaganda del imperialismo. Sin embargo, en la competencia de estilos entre Oriente y Occidente, queda claro que la fuerza discursiva del Oeste tuvo mayor difusión y aceptación.

El estilo no es una respuesta a determinada condición social, él mismo genera espacios donde lo novedoso es monopolizado y controlado. Ingenuo sería creer que detrás de la industria de la moda hay una intención perversa, poco inteligente sería creer que es un ars gratia artis. No es inocente al imponer patrones, jugar con el mercado y promover nuevas perspectivas pero es diáfano al reconocerse parte esencial de la humanidad. El debate persiste (y seguirá ad infinitum) porque a todos nos afecta y quienes menos lo comprenden (desde una perspectiva política o artística) son quienes usualmente lo critican de manera negativa.

Las nuevas revoluciones sexuales (de mediados del siglo XX hasta principios del XXI) proclaman la desnudez como un estilo alternativo. Siendo una propuesta original en realidad no deja de ser parte del mismo mundo de la moda en el que, ya desde las primeras pasarelas, mostrar la piel es revalorizar un accesorio. En el relato de Hans Christian Andersen, Keiserens nye Klæder (El Traje Nuevo del Emperador), se observa el estilo como la invisibilidad de la cual todos podemos mofarnos incluso siendo parte de la misma ideología. La parte crucial del cuento nos refleja que el Rey, con carácter innovador, paseaba con mucha dignidad su desnudez hasta que el resto del pueblo comenzó a burlarse. Aquí un detalle que sintetiza la idea del estilo: La moda bicéfala, atrapada entre el deseo personal y el parecer colectivo. El estilo pretende desafiar lo que se cree correcto y se vuelve iconoclasta y, paradójicamente, creador de la moda; destructor y enmendador místico.

La discusión sigue abierta y la reflexión debe seguir sumergiéndose en todo lo mundano para encontrar, allí donde parece haber vacío, respuestas ante la gran incógnita que supone nuestro caminar por la historia y la cultura.