Hace menos de una semana, a dos horas por carretera de Culiacán, en Guasave, Sinaloa, el presidente Andrés Manuel López Obrador inauguró un estadio de béisbol. Se respiraba un sano ambiente de tranquilidad en esa región de México.
El pasado lunes, el secretario de Seguridad de la 4T, Alfonso Durazo, dio a conocer que ¡al fin!, la cantidad de homicidios empezaban a disminuir en nuestro país.
No había terminado Durazo de dar su informe, cuando de pronto todo cambio.
El mismo lunes el crimen organizado en Aguililla, Michoacán emboscó y asesinó a más de diez policías. Se trató de una acción no solo sorpresiva e inesperada, sino sin lógica. Casi, casi un montaje para exhibir a México en el mundo como una nación hundida en el caos. Vi en esta tragedia no un ataque del narco a las fuerzas del orden, sino el inicio de un proyecto de desestabilización. Como los enemigos de Andrés Manuel no han logrado enlodar su imagen con nada de lo que han intentado, decidieron jugar la carta más sucia: la de la violencia política.
Un día después, en Iguala, Guerrero se dio un raro enfrentamiento entre un grupo de sicarios y el ejército mexicano. Lo consideré también parte del proyecto de desestabilización basado en violencia no del crimen organizado, sino generada por grupos políticos.
En el ínterin corrió la sangre en Nuevo Laredo, Tamaulipas. Y, este jueves, el evento más llamativo de la semana.
Una patrulla de la Guardia Nacional y de las fuerzas armadas, que no realizaba ningún operativo, sino que simplemente recorría la ciudad de Culiacán, tomó control de una casa desde donde les agredían sicarios que custodiaban a uno de los hijos de El Chapo Guzmán. Después del primer enfrentamiento, los agentes policiacos y los militares –alrededor de 30– fueron atacados por un grupo de delincuentes que les superaba notablemente en número y en capacidad de fuego. Además de lo anterior, prácticamente toda la capital de Sinaloa fue el escenario de aparatosas acciones violentas de grupos del crimen organizado, que de esa manera apoyaban a sus aliados que combatían a la patrulla de la Guardia Nacional y la Sedena en la mencionada casa en la que estaba Ovidio Guzmán.
Si los policías y los soldados que tenían al hijo de El Chapo intentaban hacer frente a los muchos sicarios que les agredían, o si buscaban retirarse con el capo que tenían controlado, aquello iba a ser una masacre, es decir, no iba a sobrevivir ninguno de los elementos de las fuerzas armadas y policiacas de México que luchaban contra enemigos que los superaban en todo. La prudencia aconsejaba retirarse sin tratar de llevarse al heredero del capo más famoso de México.
Eso fue lo que pasó en Culiacán, Sinaloa. Que si lo sumamos a los eventos de Aguililla, Nuevo Laredo e Iguala, nos da como resultado un bien elaborado y eficazmente ejecutado plan de desestabilización. Puesto en marcha, por cierto, no solo en la semana en la que el gobierno del presidente López Obrador dio a conocer avances en la lucha contra la inseguridad, sino en los días en los que más claro ha quedado que la lucha contra los corruptos de gobiernos anteriores –Medina Mora, Romero Deschamps, etcétera– va absolutamente en serio y no tendrá reversa.
De ese diagnóstico –se trata de violencia política que busca desestabilizar al gobierno actual, no hay otra explicación– tendrá que partir Andrés Manuel para enfrentar el problema.