Los mexicanos hemos vivido en un error. Los paladinos casos de enriquecimiento inexplicable de políticos, neopolíticos, pseudoempresarios y arribistas sólo son suposiciones oníricas de quienes únicamente vemos las cosas malas que pasan en nuestro país. Los informes de organismos internacionales como Transparencia Internacional que nos ubican en el lugar 123 de176 en el índice de percepción de la corrupción en el planeta, tienen como finalidad “dañar” la imagen de México en el mundo.

Señalar que en un año fuimos de los países que más posiciones caímos (28) en esta medición, es decir, que jugamos en la liga de las “estrellas” con Mauritania, Mozambique y Gambia, es sólo cuestión de una “deformación” de la realidad.  Nueva Zelanda y Dinamarca con 90 puntos de calificación y Finlandia con 89 sobre 100, deberían realizar estudios comparativos de políticas anticorrupción que se implementan en nuestro país.

Los ostensibles y emblemáticos casos de malversación de recursos o sobornos cometidos desde la administración pública en Veracruz, Chihuahua y Quintana Roo, pasando por las investigaciones contra la petrolera Odebrecht y los supuestos actos ilícitos con funcionarios de PEMEX, hasta la impunidad de Hilario Ramírez Villanueva, alias “Layín”, Alcalde de San Blas, Nayarit (sí, ese que confesó públicamente que robó pero “poquito” y que a la fecha ni la Auditoría Superior de la Federación, ni la del estado, ni la sindicatura, ni la fiscalía de esa entidad, ni algún mecanismo kafkiano de esos creados ex profeso han investigado, ni mucho menos ejercido acción penal por el manifiesto desfalco al erario municipal); esos actos de omisión y complicidad sí están en nuestra mente.

Los ciudadanos de este país estamos hastiados del desprecio por la legalidad de quiénes deberían enarbolarla, somos conscientes de la incapacidad y el cinismo de quienes administran los recursos públicos y se enriquecen a costa del esfuerzo de una sociedad que trabaja constantemente. En cada rincón de la República retumban los casos de concertacesiones para la cohabitación de cúpulas partidistas, de grupos y linajes enquistados en las administraciones, legislativos y sistemas judiciales, de componendas proteccionistas en la aplicación de la ley a quienes cometen latrocinio. Esta realidad es paralela a la que vive y manifiesta la clase política.

El agravio hacia la sociedad no únicamente se configura en robar dinero público, sino también en hurtar oportunidades a quiénes más las necesitan. La ofensa colectiva se actualiza en la discrecionalidad de la aplicación de las leyes y la justicia selectiva; el insulto a la inteligencia ciudadana se refleja en el simplismo y la frivolidad de los actores de la vida pública que al parecer tratan de justificar su incuria profiriendo discursos ajenos al sentir de un México, como diría Colosio: “con hambre y sed de justicia”. Hambre y sed de justicia para un pueblo ultrajado por quienes desde el poder público traicionan la confianza y secuestran oportunidades que no se volverán a presentar.

Lo que sí está en nuestras mentes es construir una nación digna para las generaciones que nos sucederán. Lo inexorable es combatir la corrupción con participación, la venganza al surrealismo político debe ser la iniciativa ciudadana; el desprecio sistemático y la crítica académica y de café hacia los tomadores de decisiones debe convertirse en denuncia mediática y legal; la reticencia al sistema de partidos debe desembocar invariablemente en organización comunitaria.

Hay muchas cosas que están en nuestras mentes, pero desafortunadamente ahí no son de gran valía para el colectivo social, necesitamos confrontar la realidad social con la omnisciencia gubernamental de quiénes elaboran e implementan políticas públicas, debemos erradicar ese resabio de cohabitar, y hasta la tentación sustentada en la impunidad, de emular a los corruptos.

Lo que sí está en nuestra mente es qué clase de políticos y servidores públicos NO queremos.