Como una condición discursiva casi con rasgos ascéticos, la clase política mexicana va por los rincones de nuestra vasta geografía intentando inocular en el imaginario colectivo algo que sabemos sobremanera se ha convertido -o mejor dicho, siempre lo ha sido- en una metáfora propia de la anémica democracia nacional; la participación de los ciudadanos en las decisiones que nos benefician o perjudican a todos, vaya, en lo público.

Esa verborrea patológica, aderezada con la unilateralidad de quienes elegimos como nuestros representantes para administrar y legislar, ha sembrado la semilla del desánimo en muchos y motivado la peligrosa polarización en otros más, lo que sin duda aniquila la posibilidad de una alianza ciudadana que pugne por la erradicación del oscurantismo y la omnisciencia de la casta gobernante (aquéllos que se creen “nacidos para gobernar”, herederos de su linaje partidario, sindical e incluso genealógico) y que permita recuperar los más importantes espacios de influencia en la vida cotidiana de los gobernados, o sea, nosotros los considerados “no aptos” para decidir nuestro futuro.

Los mecanismos actuales que “promueven” el involucramiento de la sociedad en la elaboración, implementación y puesta en marcha de políticas de desarrollo consideradas como prioritarias para los mexicanos, carecen de legitimidad y producen una participación ciudadana artificial sustentada en un paralelismo de la  oligarquía partidista; quienes antes de escuchar, valorar y atender las necesidades reales de participar y sobre todo, de cómo hacerlo por parte de los ciudadanos, anteponen las componendas de sus facciones e imponen su visión para la perpetuación del control y el monopolio de los asuntos públicos. De arriba para abajo, pues.

Es imprescindible hacernos un par de cuestionamientos: ¿A quién le conviene una agenda ciudadana de desánimo y letargo? ¿A quién le beneficia la masificación discursiva y el consecuente elitismo participativo?  La respuesta es más que evidente, sólo es cuestión de una reflexión simple y sencilla, y que volteemos la mirada a los órganos ciudadanos jurídicamente establecidos; de la misma manera echemos un vistazo al tercer sector (los de génesis mediática y coyuntural) que son los que reciben los jugosos apoyos del erario, analicemos los espacios “ciudadanos” cuya designación recae en el H. Congreso de la Unión. Elementos abundan, excusas rebosan.

Es verdad que la participación ciudadana cuenta con una inexorable carga ideológica, pero también lo es que existen principios irreductibles que deben ser los ingredientes para generar nuevas formas de participación horizontal y asequible para todos los ciudadanos, sin distingo de condición socioeconómica, académica o intelectual.

El estado mexicano tiene la obligación jurídica, histórica y moral de ir a las calles, de tocar las puertas de las colonias, de los grupos sociales de formación natural, de las organizaciones vecinales; una socialización real que marque el punto de partida hacia nuevas formas de generar gobernabilidad, donde el capital social y la promoción de formas innovadoras en la vida comunitaria sean el contrapeso de las estructuras de participación creadas ad hoc a los intereses de unos cuantos.

Según el Informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México (INE, 2014), la forma de participación no electoral más común de los mexicanos es mediante conversaciones con otras personas sobre temas políticos (40 %) actividad que requiere poco esfuerzo; la segunda actividad consiste en la asistencia a reuniones de cabildo o delegacionales –casi 30 puntos menos que la primera-; y en el tercer lugar, con 11 %, participación en actividades de los partidos políticos durante tiempos de campañas. Un dato relevante arroja que sólo 1 de cada 10 personas comparte o lee información política en las redes sociales como Facebook o Twitter.

Continúa el informe, que las tres formas de participación en que menos incurren los mexicanos son las marchas o manifestaciones, toma o bloqueo de lugares públicos y realización de huelgas, resultado derivado de los costos que pueden suponer este tipo de actividades, concluye.

Se configura como un deber patriótico canalizar ese interés por lo público en acciones de participación, y apoyar a quienes ya lo hacen, expresar libremente nuestras ideas y respetar las de los demás, no seamos rehenes de la polarización de la sociedad y salgamos de la apatía y el sopor participativo; reestructurar la agenda del país es tarea de todos, y en esta encomienda hay que darnos prisa. Al final, mantener el estado de las cosas es muy conveniente…, para los mismos de siempre.