Dicen que el poder obnubila a los inteligentes, y que a los tontos, los vuelve locos. La frase la ha pronunciado varias veces el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) para criticar a sus adversarios, para referirse al pasado, para tratar de diferenciarse del “antiguo régimen”, pero olvidando quizá inconscientemente que las palabras se complementan con los hechos y las más de las veces, terminan siendo un búmeran que se lanza al mundo y regresa después, para enjuiciar severamente a quien las expresa.

En estos tiempos, caracterizado por el uso masivo de la tecnología, en las redes sociales decimos que “siempre hay un tuit” para referirnos a la incongruencia de nuestros personajes públicos que por esas cosas tan propias de la condición humana, terminan haciendo lo que antes criticaban, exhibiendo que sus posiciones no atañen un verdadero compromiso con lo que se expresa tan vehementemente, sino que son parte de una estrategia, conveniencia pura, tan común en la política.

AMLO ha cuidado y ha logrado con mucho éxito, transmitir el mensaje –es decir, crear percepción— de que es alguien que cree firmemente que el poder es para servir, no para servirse, y que ya en la presidencia, se encuentra muy lejos de quienes en el pasado, bebían sin control alguno de ese dulce licor que produce la silla presidencial, convirtiendo sexenios en grandes borracheras de despilfarro, corrupción, impunidad y generación de mayores desigualdades y pobreza.

AMLO está siendo golpeado, aunque lo niegue

Pero el tiempo siempre termina poniendo a cada quien en su lugar, porque a través de él se concatenan las palabras y los hechos, que es el círculo virtuoso, o vicioso, de la obra humana. Y lo que estamos viendo en estos días es que AMLO está siendo golpeado, aunque lo niegue, por los búmerans que lanzó desaforadamente en los últimos 30 años, que es el tiempo que le tocó esculpir su figura pública.

Uno a uno, estos misiles que vienen de vuelta, pegan en el blanco y van taladrando el pedestal donde posa la imagen del presidente. Los casos se cuentan por decenas. Por ejemplo, como opositor, aseguró que devolvería los militares a los cuarteles, y los ocupa casi para todo, al grado que el ingenio popular pedía que además de carreteras, aeropuertos, trenes, bancos, aduanas y vacunas, vayan a retirar los arbolitos de navidad a las casas de la gente o preparen las roscas de reyes tradicionales de esta temporada.

Ofreció transparencia máxima, pero quiere que las funciones del INAI las realice la Función Pública, es decir, que su gobierno sea juez y parte cuando la gente exija conocer en qué se gasta o cómo se gasta el dinero público.

También comprometió que iba a desterrar la corrupción, pero cuando difunden imágenes de su hermano recibiendo dinero en efectivo para Morena y para su campaña, dice que son contribuciones, que eso no es una ilegalidad; y cuando exhiben a su prima como contratista de Pemex, ordena tapar el pozo pero omite hacer la autopsia para descubrir cómo estuvo el enjuague, mientras el cadáver de la desconfianza se pudre al aire, a la vista de todos.

El presidente ha cambiado y no es el que dijo que iba ser. No es sólo el uso de camionetas blindadas siendo que a él –según repite de forma incansable— “lo cuida el pueblo”, o que utilice el dinero público como en los tiempos del PRI, con fines clientelares; es también su actitud de querer controlar todo, presupuesto e instituciones del Estado Mexicano incluidas, igual que su falta de disposición a la búsqueda de consensos para hacer frente a los retos de estos días, su intolerancia a la crítica y su profundo desprecio a la oposición y a la pluralidad.

La historia dirá si el presidente “se obnubiló” con el poder al grado que exhibe su falta de empatía ante las víctimas de la pandemia de Covid-19. Hasta ahora, parece un gobernante mareado por ese elixir que le hace creer que su proyecto es el único que puede salvar al país, que puede hacer una “cuarta transformación” cualquier cosa que eso termine siendo; que puede pelearse con el nuevo gobierno de Estados Unidos y salir bien librado, y que la ruta que sigue lo va a proyectar al bronce de los héroes nacionales.

AMLO debe pedir renuncias

Hoy, ante un Hugo López-Gatell que en el peor momento de la pandemia decide irse de vacaciones a la playa y ante un Manuel Bartlett que acepta haber utilizado un documento apócrifo para sustentar la historia sobre el apagón de energía eléctrica que afectó a diez millones de usuarios, el presidente que como opositor hubiera exigido crucificar a los autores de tales conductas, decide que no son razones suficientes para pedir renuncias y los mantiene en sus cargos, como lo hizo Peña Nieto, cuando su Procurador General de la República decía que ya estaba cansado de explicar el caso Ayotzinapa, o Calderón, que cerraba los ojos ante las denuncias contra García Luna.

Si fuera lo inteligente que se requiere para identificar los riesgos que implica ejercer poder, y si estuviera decidido a ser congruente, AMLO comenzaría con algo que sus adversarios y antecesores no quisieron hacer, porque emborrachados de poder, creyeron que no lo necesitaban: autocrítica. Pero se ve difícil, pues eso es algo que no está en la naturaleza del personaje que nos gobierna.