Deseo recordarles otra cosa. No quiero recibir ningún mensaje que diga: estamos aguantando nuestra posición. No aguantamos nada, que aguante el enemigo, nosotros avanzamos constantemente, y no tenemos ningún interés en aguantar nada, excepto al enemigo. Vamos a agarrarle por la nariz y darle un puntapié en el trasero. A patadas enviaremos a esos teutones al infierno, acabando así con ellos en un santiamén.

George C. Scott, película Patton

Si de tus labios tiernos

Bebí todo mi canto

Ahora y en silencio, amor

Quiero llorar mi llanto

Ahora y en silencio, amor

Quiero llorar mi llanto

Mocedades

Construir una democracia puede llevar años, centurias; destruirla es cuestión de días. Lo digo pues vale la pena que nuestro país tome ejemplo de lo que sucede en Afganistán.

Uno de los países más pobres del orbe tiene petróleo, gas natural y acaban de descubrir grandes cantidades de litio. Mismo con tantas riquezas naturales, Afganistán no es rico, o sí; riquísimos los pocos quienes manejan el cultivo de la amapola para convertirla en opio. Es la nación con la mayor producción opiácea ilegal del mundo.

Algunos verán la salida de Estados Unidos como un triunfo de un país pequeño contra las “fuerzas del imperialismo yanqui”, mientras otros hablarán del error de la política internacional de Joe Biden. Pero apreciarlo así es perder la historia del país, su ubicación estratégica geográfica y un fanatismo religioso e ideológico que, no importa en lugar o la hora, siempre viene aparejado de malas noticias.

Antes de la guerra iniciada en el 2001 por Estados Unidos, como parte de su venganza por la destrucción de las Torres Gemelas y los ataques terroristas del 9-11, ya se había tenido una guerra entre Estados Unidos y la extinta Unión Soviética por implementar cada cual su ideología, la de corte político-económico particularmente.

Ninguna de las potencias se percató de que, más allá de sus ideas, Afganistán sufre del mal del fanatismo; la de al menos de un grupo cada día más extremista, cuya propuesta de gobierno es terminar con la democracia e implementar un tipo de estado teocrático, donde los únicos poseedores de la “verdad” son aquellos que se sienten apóstoles del mesías y utilizan la palabra de Alá (Dios) para desgobernar y cometer francas atrocidades a su antojo.

Parapetados en una definición que ha perdido su significado, los talibanes (estudiosos / estudiantes) enarbolan la bandera del islam más extremista para desaparecer las instituciones democráticas y los derechos humanos para todo aquel que no piense como ellos.

Los ataques a las mujeres volverán a ser normales, sin olvidar que perderán los derechos que se consideran fundamentales. Importantes grupos de mujeres dejarán de poder estudiar; serán escogidas para sus maridos, reinstaurarán prácticas nefandas que podrán sufrir para que no sientan placer. Matarlas no será un crimen.

Quizá se olvida que el único libro que se permitirá leer es El Corán; cualquier otro no es bienvenido. Y es que significaría leer por placer y eso no ayuda a la causa. Solo se permite leer con fines ideológicos… Escuchar algo parecido en México resulta escalofriante.

A la par de que los talibanes tomaron la capital Kabul en tiempo récord, se perdió de vista la corrupción existente que hizo posible que los rebeldes pudieran obtener armamento… ¡del mismo ejército norteamericano! Se pasará de largo que el dinero del opio pagó las municiones y que continuará esa mezcla explosiva de drogas, fuerza militar / balística con peores resultados de los que ya se han observado. Sí, hasta las fuerzas armadas terminan por corromperse cuando hay drogas, muchas funciones, cantidad ingente de dinero de por medio…

La huida de miles de ciudadanos de su patria da una ligera idea de la sed de venganza por parte de los talibanes y lo que podría suceder con todos ellos. Odio absoluto y visceral hacia todo aquel que no comulga con su forma de proceder. Ideología y religión llevada al extremo; al exterminio.

Más de 20 años tratando de construir la democracia, de hacer ver que los derechos humanos son iguales para hombres y mujeres, para que, en cuestión de semanas, todo se venga abajo.

Un país sin salida al mar, pero enclavado en una región geográfica importante, seguirá siendo un punto neurálgico de influencias por parte de las potencias actuales. Máxime por su impacto en el narcotráfico mundial y por su naciente importancia en cuestión del litio.

Los talibanes, al detentar el poder, desharán los avances construidos para lograr una democracia plena y en los derechos humanos que ya vivían las mujeres. Podremos conocer diversas versiones de lo que sucede en Afganistán. Algunos países condonarán la violencia y otros hablarán de la autodeterminación de los pueblos, aunque eso lleve implícito una violencia absoluta hacia el resto de la población.

La única verdad radica en todo lo que se pierde en tan lejana nación. Donde la mezcla entre fanatismo a ultranza, narcotráfico, corrupción y poder producen una explosiva y complicada realidad. Una donde la democracia, los derechos humanos desaparecen para permitir que retorne una dictadura.

Casi 14,000 kilómetros separan Afganistán de nuestra patria. Gigante la distancia medida en metros. Sin embargo, ciertas locuras, extremismos, fanatismos y otras narcóticas similitudes nos acercan demasiado.

Ojalá tomemos Afganistán solo como ejemplo de lo que los pueblos, la humanidad en su conjunto, no podemos dejar que suceda. La democracia es tan frágil que merece el mayor de los cuidados. Lo que cuesta años construir, unos locos lo pueden derribar en un abrir y cerrar de ojos.