Hay distinciones de concepto entre régimen político y sistema político, aunque para algunos sus significados pueden ser equivalentes.
Régimen o sistema suponen no solo reglas formales que estructuran la operación de los poderes, instituciones y actores principales hacia dentro y fuera del Estado, sino también las prácticas y mecanismos para tomar e implementar decisiones sobre políticas relevantes de manera efectiva
Visto así, según lo ha advertido desde hace tiempo el bien documentado estudio de Luis Medina Peña, en México sólo se han construido dos sistemas políticos efectivos: el porfirista y el del “priato”.
En efecto, los dos fueron efectivos porque tuvieron la capacidad de implantar reglas y prácticas obedecidas por los actores relevantes dentro y fuera del aparato estatal.
Además, perduraron y produjeron cambios estructurales en economía, sociedad, gobierno, cultura y, por supuesto, Derecho.
¿Qué ocurrió en los otros períodos históricos? Si bien antes del porfiriato y entre este y el “priato” funcionó un esquema político determinado, su diseño y operación no fueron efectivos y favorables para el país.
Considérese el federalismo radical y semiparlamentario de 1824 o el centralismo extremo y semi-parlamentarismo de 1836, por no hablar del re-federalismo y presidencialismo acotados de 1847 o 1857, o bien el federalismo atenuado con presidencialismo débil del periodo 1917 a 1933.
El punto que dicha interpretación de la historia política de México permite defender es que después del “priato” hiper-presidencial,en parte heredero institucionalizado del porfiriato, el periodo de la transición democrática (1996-2018) de nueva cuenta disminuyó el poder presidencial y “feuderalizó” el sistema político.
El problema, también de nueva cuenta, es que este último perdió eficacia dada la desconfiguración de reglas y prácticas estables y predecibles, la dispersión, descoordinación y captura de actores, instituciones y parte de los poderes a manos de intereses diversos. En el extremo, se ha producido la captura no solo del Estado sino de la Nación. Problema, por lo tanto, de seguridad nacional.
Ese diagnóstico es observable en términos de índices de ingobernabilidad, desarrollo insuficiente, desigualdad aumentada o pérdida de soberanía en un mundo cambiante y riesgoso.
Si lo es, entonces podría entenderse la reorientación de la estrategia del gobierno de Andrés Manuel López Obrador –lo que quizás intentó pero no pudo avanzar el gobierno de Enrique Peña Nieto, dados sus propios condicionamientos externos e internos– en busca de redimensionar el poder presidencial.
Luego, si esta es la variable más relevante de los sistemas políticos que han sido eficaces en el pasado, seguramente bajo la concurrencia de otros factores, entonces habrá que aportar resultados medibles, más allá de encuestas generales o sectoriales interesadas.
Si reponer el sistema presidencial fuerte es el camino a seguir, reitero que el arte del buen estadista consiste en no revertir la deficitaria correlación de fuerzas que lo demerita hasta un punto en el que el pluralismo democrático no pueda aportar insumos valiosos al sistema de decisiones.
Peor aun sería que, motivado en el legítimo propósito de restablecer las condiciones para la conducción eficaz del país, incluido el obligado mandato de reivindicar los derechos sociales tan vulnerados en los últimos lustros, se atropellen los derechos humanos básicos sin consideración al deber de justificación que supone el pacto social y los principios y garantías institucionales en los que la mayoría de los mexicanos seguimos creyendo.
En breve, la estructura y dinámica del nuevo sistema político que se está reconfigurando deberá balancear gobernanza, derechos y democracia a través de la Constitución para recobrar y mantener la eficacia y legitimidad –lamentablemente enajenadas en el pasado reciente– en un nuevo periodo clave de la historia nacional que está en curso en medio de un océano de incertidumbres.