No es nacionalismo ni amor por México, existe un sector creciente de la población que considera a los propios migrantes como culpables de sus muertes, responsables de sus propias tragedias por estar en nuestro país y factores de violencia, aún cuando no sus actividades hayan sido pedir ayuda en las calles.

En México hay clasi-racismo y se expande como moho: en las intimidades del pensamiento de algunos que prefieren guardar silencio por corrección política y en las narices de los que han hecho del espacio digital un auténtico amplificador de intolerancia.

La xenofobia es un término que se refiere al miedo, aversión o a la hostilidad hacia personas extranjeras que se perciben diferentes de uno mismo, basado únicamente en prejuicios o estigmas por su origen nacional, étnico, cultural o religioso. La xenofobia mexicana ha sido prácticamente copiada y replicada desde los discursos de odio norteamericanos que asocian al pantone de la piel con el nivel de peligrosidad o la probabilidad de delinquir: entre más oscura sea la piel, mayores controles y prejuicios. No es únicamente el origen sino también, la clase: el migrante pobre no es reconocido como un ser vulnerable aún cuando sus ropas tengan agujeros y los zapatos desgaste; son percibidos por ese amplio grupo como “amenazas” que “no quieren trabajar y pueden robar”.

  • En 2018, la Encuesta Nacional sobre Discriminación en México (ENADIS) reveló que el 36.9% de la población en México tiene prejuicios hacia personas de otros países.
  • En 2019, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED) publicó un estudio que encontró que el 51% de los mexicanos encuestados cree que la presencia de migrantes indocumentados en el país es un problema.
  • Un estudio de 2020 del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) encontró que el 48.7% de los encuestados en México tenía una opinión negativa de los migrantes centroamericanos.
  • Según un estudio de 2021 de la organización civil INSYDE, el 78% de los mexicanos encuestados cree que la migración debe ser regulada y controlada, y el 64% cree que los migrantes indocumentados deberían ser deportados.

Todo esto se siente. Pareciera increíble que la vida de 40 migrantes puedan significar poco o nada en quienes han acumulado rencor, pero al menos desde el día del incidente, cuando decidí informar en mis redes sociales personales sobre el incendio llamándole “tragedia”, un centenar de cuentas pasaron por mis videos a decirme que yo “debería llevarlos a mi casa, si tanto los quiero”,  insistiendo en que los migrantes “no piden limosna, la exigen y por eso merecían ser levantados por redadas”; mencionando que “se quemaron por su propia culpa” y diciendo que “si no quieren que les pase eso, que no vengan”. Cientos de comentarios en donde llamaban “ilegales” a las víctimas y en los que pareciera que existe una completa disociación entre lo que significa ser humano y lo que implica ser mexicano.

La insensibilidad es condenable pero además es peligrosa, pues deshumanizar a otros seres es la base de la tolerancia para las peores injusticias que se han cometido por motivos raciales. La empatía ha muerto. Parece vivir en un segmento pequeño, parece difuminarse entre los que utilizan a las víctimas para el golpeteo político y los que súbitamente guardaron sus recelos y desconfianzas para exigir renuncias de dos presidenciables. Se difumina entre un gobierno de izquierda que quiere abrazar y recibir a los migrantes sin tener con qué ni cómo garantizar condiciones dignas.

Al menos, se ha reconocido ya la negligencia por parte de los encargados del Instituto Nacional de Migración y elementos de seguridad. Ocho responsables, según la Secretaría de Seguridad Rosa Isela Rodríguez. Ni un solo peso pagarán sus familiares para venir y tampoco tendrá costo el traslado de los cuerpos. Los que tienen quemaduras de tercer grado en más del 80% de sus cuerpos están delicados, podrían recibir pensiones de por vida si es que a largos años de tratamiento y recuperación dolorosa se le puede llamar así. Pero ni eso es suficiente para los que odian, que aunque parezca bizarro, pueden estar más cerca de lo que pensamos o inclusive, el lector que llega a este punto final se advierte a sí mismo con uno que otro pensamiento xenófobo. Qué poquito nos duró la solidaridad pandémica, qué corto el orgullo por los actos de ayuda humanitaria, qué hipocresía festejar a los españoles refugiados o a los nómadas digitales que viajan con todo y proceso gentrificados incluido. Qué tanto nos falta para entender que migrar no es un delito y que el color de piel o la nacionalidad no tiene que ser condena de muerte.