“Sufragio libre, no reelección”, como es sabido, fue el apotegma que cobijó la Revolución Mexicana de 1910; se trató de un reclamo que, en el origen fue de carácter electoral, pero que trascendió hacia un movimiento social. Madero se propuso, y le fue impedido, llegar a la presidencia de la República a través de las urnas, pero una vez que lo logró, se acreditó que reemplazar a personas en el poder a través de los comicios era un medio, pero que el propósito consistía en alcanzar mejores condiciones para el desarrollo del país, con base en la justicia social. Así, otros planteamientos y demandas se incorporaron como parte de la Revolución, hasta ser inscritos en el texto constitucional de 1917, lo que dio lugar, tanto a su sentido nacionalista, como a su carácter social.

Pero el origen, debe insistirse, fue relacionado con la democracia electoral. El problema fue cómo combinar la vida democrática con un programa social y con gobiernos que lo llevaran a la práctica. Las experiencias que se vivieron en el México post- revolucionario llevan a pensar que ese axioma primigenio de sufragio efectivo no reelección, debía completarse, con la consigna de no intervención del gobierno en las elecciones, pues los acontecimientos demostraron que, hacerlo así, era causa de distorsión e inequidad en los comicios, y que se vinculaban al viejo truco de elecciones amañadas mediante el control presidencial.

Primero fue la ficción de las elecciones cuando el propio presidente planteaba su reelección, como sucediera con Juárez y Lerdo de Tejada, pues acompañados de facultades extraordinarias que gestionaban frente al Congreso, pugnaban por su permanencia en la silla presidencial con evidentes ventajas; después hizo lo propio – y hasta la saciedad – Porfirio Díaz, terminando por instaurar una dictadura.

La iniquidad provenía de las acciones del gobierno

Más adelante fue prohibida la reelección, pero se asumió que ello no bastaba para establecer el añorado régimen democrático, pues se tenía que lograr la no intervención del gobierno en las elecciones. Vale recordar que Ernesto Zedillo, victorioso en los comicios de 1994, declaró que había obtenido un triunfo legítimo pero inequitativo. Es evidente que la iniquidad provenía de las acciones del gobierno y de los recursos que canalizó éste en la etapa electoral y con incidencia en sus resultados. Pareciera que la distorsión hegemónica de entonces - si cabe la expresión -, traía consigo una especie de complejo que derivaba en una deuda que sólo se podía saciar mediante el fortalecimiento del régimen democrático constitucional, de modo que los gobiernos buscaban generar e impulsar normas que elevaran la calidad de las contiendas políticas, lo que se correspondía con el reclamo social y de la diversidad de fuerzas políticas, situación que llevó a una multiplicidad de reformas en el largo ciclo priísta de dominación.

La deuda democrática llevaba a un intento de redimirse por parte del gobierno en la concreción de reformas electorales que mejoraran la calidad de la contienda democrática por el poder. Pero también pareciera que, dadas las cifras electorales y la contundencia del triunfo de morena en 2018, esa deuda no se plantea ya, de modo que, sin complejo alguno, el gobierno en voz de quien lo preside, interviene de forma abierta, combate resoluciones que lo llaman a guardar recato discursivo respecto de declaraciones que influyen o buscan hacerlo en la liza electoral, y participa como un actor que oscila entre ser un agente directo de su partido y de una autoridad que reivindica su capacidad y uso de voz para criticar acciones.

La ideología del triunfo necesario se vincula con el imperativo de ganar por encima de todo

Se rompe así un equilibrio, pues el gobierno se traslada de una situación en la que tiene un origen indiscutido e indiscutible de partido, a otro que tiende a volverse de y para su partido. Más allá de una discusión ética jurídica de lo que ello implica, es claro que, respecto de la tradición mexicana, tal postura resulta agraviante para la pluralidad política y para el sistema de partidos. Supone una reivindicación del patrioterismo de partido, que implica pretender como legítimo el imperativo respecto del triunfo de una fuerza política, sobre cualquier otra, a la manera de una causa esencial y que, llevada al extremo, puede justificar el llamado fraude patriótico. La ideología del triunfo necesario se vincula con el imperativo de ganar por encima de todo, de imperar como causa esencial, de dominar sin importar los medios y de someter a los que se resisten. Se trata de una lucha por ser hegemónico y no sólo de detentar el poder. Una forma de ir hacia la democracia, de contener tales pulsiones es replicar el lema de sufragio efectivo no reelección, con el de no intervención en ellas por parte del gobierno.