Después de reiterados anuncios, finalmente fue presentada la iniciativa de reforma de AMLO en materia eléctrica. Se trata de una reforma en el sentido que postula una serie de nuevos paradigmas para el otorgamiento del servicio de electricidad, desde la tesis del dominio exclusivo del Estado en el suministro de ese recurso y de la consideración hacia la participación privada en su generación.

La reforma plantea una modificación de las reglas para el manejo de la industria eléctrica, de la operación de la Compañía Federal de Electricidad, de la Secretaría de Energía y de los demás órganos que intervienen, a favor de un papel protagónico del Estado y hacia un control extremo que lleva a la participación del sector privado a un terreno incierto, debido a que queda sujeta a las pulsiones del aparato estatal.

Conforme a ello, la idea de rectoría del Estado que supone un dominio sujeto a reglas, a una clara racionalidad pública y que para resolverse cuenta con el concurso de instancias independientes y de carácter técnico, se elimina de modo que se hace de la rectoría una función impasible, incontrastable, determinante y con un despliegue amplio que, en el abandono de lo que antes era y de la adopción de lo que ahora se pretende, muestra el rostro del avasallamiento.

De esa forma, la rectoría como una visión armónica para construir una vía de entendimiento satisfactoria entre el sector público y el sector privado, se altera desde la perspectiva de inconformidad del Estado sobre las formas, las prácticas y las reglas de la intervención de los inversionistas privados, nacionales y extranjeros en el rubro eléctrico. La reacción que se postula se encamina a fracturar el entendimiento anterior y a un recambio que evidencia una clara contrariedad a la regulación hasta ahora vigente.

Es una reforma porque reformula el papel del Estado en el sentido de ampliar su dominio y definición de políticas públicas en el ámbito eléctrico; lo hace para imperar desde una perspectiva que desconfía y recela de los privados que intervienen, de modo de calificar el concurso de éstos como una actividad que borda en el abuso, al grado que debe ser combatida a pesar de su legalidad y, en tanto es así, el conflicto ha de resolverse con una nueva legalidad que formula un ética reconvenida entre el sector público y el privado, pero desde una perspectiva unilateral.

Como ya se dejaba entrever, queda atrás la definición del Estado a la manera del ogro filantrópico que refería Octavio Paz, para quedar expuesto a un ogro ex abrupto, de impulsos intempestivos, de ajustes justicieros; pero esa intención quedará sujeta a la valoración del poder legislativo, de sus nuevos equilibrios en la cámara de diputados y en las formas que establezca para desahogar las iniciativas, generar acuerdos y resolver las propuestas.

Quien ya marcó pauta es el gobierno, pues ha dejado ver que confirma una tendencia que pasa de la rectoría del Estado a la idolatría del Estado; se encamina por una vía peligrosa que colinda con la ruptura de los equilibrios y la tolerancia a sus posibles excesos, el Estado irrefrenable, el galope que puede reventar al caballo. Todo esto cuando el mundo se encamina a lograr mejores encuentros del espacio de lo público con el concurso de la iniciativa privada, del capital internacional, de los fondos de inversión que se mueven con la expectativa de la ganancia, pero también de la confianza, donde se abren vías a un futuro de innovación y de sustentabilidad.

La nueva ecuación sorprende, pero habrá de ser evaluada.

Samuel Palma I Twitter: @vsamuelpalma