Antes de entrar al análisis de lo que conocemos sobre la reforma electoral planteada por el presidente López Obrador, es importante combatir un sesgo conceptual que algunos han tratado de imponer: la idea de que el Instituto Nacional Electoral (INE) es sinónimo de “democracia”.

Nada más erróneo, engañabobos e impreciso. El INE, antes IFE y en su origen desde 1917, una Junta Empadronadora, Juntas Computadoras Locales y Colegios Electorales fueron organismos encargados de organizar y validar los procesos electorales participativos para elegir al presidente de la República y los miembros del Congreso de la Unión. La sombra amenazante del fraude palpitaba galopante después de la frágil estabilidad revolucionaria y con Ávila Camacho, la Ley Federal Electoral siembra la semilla institucional y crea la Comisión Federal de Vigilancia Electoral.

Durante todo ese tiempo, la soberanía residió y permaneció como en el origen revolucionario: en el pueblo. No es un eufemismo de la transformación, lo reza el artículo 39 de la Constitución “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno.”

Probablemente, esa sea una de las explicaciones por las que a grupos conservadores les indigna tanto la modificación presupuestaria y administrativa al INE: lograron cooptar al organismo administrador de elecciones, que no de la democracia, para ahorrarse el arduo trabajo que implica hacer política de municipio y de calle. Con ello, aspiraron a operar el IFE y luego INE como pequeñas aristocracias que, según ellos, mantenían la “estabilidad” del país. En la vía de los hechos, la oligarquía del INE se integró por consejeros y consejeras que fueron cuotas de poder, representantes de partido que prostituyeron y cambalachearon con votos “duros” de sus ignoradas estructuras clientelares, abusivas de la necesidad y chantajistas de los beneficios de gobierno.

El grave error el INE fue pensar que la democracia y la vida política se agota con el voto. Así continuó en su vida cupular que les dejó sin cercanía ciudadana. Tan grande fue su fracaso, que hasta antes de 2018, salir premiado en la tómbola para las funciones electorales era odiado por bastantes ciudadanos que fueron partícipes de aquellos ejercicios, que en ocasiones, fueron auténticos y en otros momentos, plenas simulaciones.

Desde el fraude del 88, el fraude del 2012 y los éxitos del 2018 acompañados de pactos y compras de voto masivas, partidos coaligados sin importar estatutos o ideología, ciegos voluntarios ante rebases de topes de campaña o excesos de publicidad y otras joyas que vivimos, la vida democrática y política se alojó en el activismo de causas. Ese activismo estudiantil del 68 que maduró en movimientos, en resistencias y finalmente, en una ola imparable ante la que, como reconoció la Constitución desde su origen, hizo que el pueblo pudiera recuperar el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno.

La democracia fue atentada por una oligarquía administrativa electoral que diseñó y aplicó normas alineadas a proteger partidos y no voluntades populares, aun cuando el declive de aquellos comenzó mucho antes de que el propio Regeneración Nacional se registrara como partido político. Defender una estructura vacía, desconectada de las colonias y los municipios, recordada por los errores y fraudes, por el clasismo, los privilegios y excesos así como por las omisiones no es precisamente “defender la democracia”.

Democrático es atender la voluntad mayoritaria. Esa democracia que se vive más allá del voto, la que nunca construyó el INE. Son viejas las ideas de que una democracia participativa se define únicamente por ciudadanos que eligen representantes y representantes que hacen lo que gustan con la voluntad popular.

Lo que más coraje le da a los “defensores” de la democracia es que ellos, siendo ellos, con sus argumentos y argucias, no cuentan con la fuerza democrática para impedir un cambio, por demás, popular. Por cierto, no hubo un cambio formal de gobierno pero sí hubo un cambio material de gobierno: la oligarquía económica del PRI-PAN salió del poder y las sendas que se construyen aspiran más bien, a una democracia pura, con el poder político separado del económico. Aún con sus contradicciones, aún con la necesaria reforma fiscal que no ha llegado, aún con la inflamación militar de la administración pública.

Así como el INE no es la democracia, la Fiscalía y las Comisiones no son la justicia. Duro golpe a las familias de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa ante las revelaciones de que el contenido del informe presentado por la Comisión de la Verdad, cuidada y coordinada por Alejandro Encinas, no tiene verificación y abre la puerta a la impunidad.

Ni siquiera la voluntad política, ni la Fiscalía y menos el poder judicial, es justicia. Si se va el INE, por ineficiente, que se vaya pronto también ese cuerpo estéril de jueces que, en su estructura, tiempos, formas y dinámicas, procuran todo menos justicia. Que se vaya Gertz Manero.