El 17 de julio de 1980, México firmó un compromiso que parecía anunciar un nuevo tiempo: la adhesión a la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, la CEDAW. En plena Guerra Fría, mientras el país asistía al vaivén del autoritarismo y los atisbos de apertura democrática, la firma sonaba a gesto moderno, cosmopolita, acorde con la aspiración de proyectar una imagen civilizada ante el mundo. Ratificarla en 1981 significaba aceptar que la igualdad entre mujeres y hombres era una obligación jurídica ante la comunidad internacional.
Han pasado cuarenta y cinco años. El tiempo suficiente para transformar leyes, para derribar prejuicios y para salvar vidas, pero en el tejido social, los crímenes contra mujeres cada vez son más brutales, en edades tempranas que se colocan en el infanticidio. Disminuyó el feminicidio pero las desapariciones no dejan de aumentar y la capacidad de búsqueda parece insuficiente. El ideal de igualdad y justicia sigue siendo el camino. ¿Lo hemos hecho? Las cifras y los testimonios se cruzan para responder con brutal sinceridad: no lo suficiente. Porque la CEDAW, que nació como un pacto para garantizar la dignidad, se ha vuelto un espejo incómodo que refleja lo que México promete y no cumple.
El país llega a este aniversario después de haber rendido cuentas en Ginebra el pasado junio, en la revisión de su Décimo Informe Periódico. La delegación oficial habló de avances: paridad en todo, reformas constitucionales, políticas de igualdad, prohibición de las terapias de conversión, programas para erradicar la violencia. Presentó cifras y discursos que buscaban mostrar un horizonte de progreso. Y, sin duda, algo se ha movido. Hoy las mujeres ocupan cargos que antes parecían reservados a los hombres; se discuten presupuestos con perspectiva de género; los derechos sexuales y reproductivos han ganado terreno en los tribunales.
Pero la realidad —esa que no cabe en un PowerPoint— irrumpió en la sesión con el peso de la evidencia: la violencia no cede, las brechas persisten, y el país más paritario de América Latina sigue siendo, para millones de mujeres, una tierra hostil. Las expertas del comité escucharon lo que suele quedar fuera de los informes oficiales: el relato de quienes huyen para salvar la vida, de quienes buscan a sus hijas desaparecidas, de quienes paren en penales sin atención médica, de quienes son forzadas a callar en comunidades donde la ley es letra muerta.
Esas historias llegaron a Ginebra de la mano de organizaciones civiles que, una vez más, hicieron lo que el Estado no siempre quiere hacer: documentar el horror. GIRE habló de mujeres criminalizadas por abortar, incluso después de que la Suprema Corte despenalizó el aborto a nivel federal. Equis Justicia describió la paradoja de una justicia que en papel es garantista, pero que en la práctica golpea con más fuerza a quienes son pobres. El Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio mostró lo que las estadísticas maquillan: asesinatos de mujeres que nunca se investigan como feminicidios, expedientes archivados, peritajes que se pierden. La Red Nacional de Refugios advirtió que el sistema de protección se sostiene a pulso, con financiamiento intermitente y personal agotado. Las organizaciones indígenas recordaron que la igualdad no se mide en escaños, sino en intérpretes que no existen y en juicios donde el idioma es una barrera insalvable.
El comité CEDAW no necesitó más pruebas para encender las alarmas: feminicidios en aumento, desapariciones sin respuesta, impunidad como norma, acceso desigual a salud reproductiva, criminalización de la protesta, militarización de territorios que multiplica la violencia. Detrás de cada recomendación está la certeza de que México sigue siendo un país donde la ley promete lo que la realidad niega.
Uno de los puntos más sensibles fue el aborto. La narrativa oficial presumió los avances jurisprudenciales y los cambios normativos. Pero en la vida concreta, los obstáculos son feroces: hospitales donde la objeción de conciencia se vuelve regla, no excepción; personal que dilata trámites hasta que la ventana legal se cierra; ministerios públicos que aún persiguen a mujeres por interrumpir su embarazo. En muchos estados, la sentencia de la Corte es apenas un eco.



Otro flanco crítico son las desapariciones. Las madres buscadoras no escribieron un informe técnico; escriben con el cuerpo, con la pala en la mano, con los pies hundidos en la tierra que excavan para hallar restos humanos. Cada fosa que abren desmiente el discurso triunfalista. Ellas pidieron protección, acompañamiento, certeza forense. Y lo pidieron no en un foro, sino en el desierto, en las orillas de una carretera, en la zona cero de la impunidad.
¿Y la paridad? Es cierto: México presume uno de los Congresos más equilibrados del mundo. Pero la paridad numérica es un espejismo cuando detrás hay simulaciones: candidatas obligadas a renunciar, mujeres que asumen cargos bajo amenaza, violencia política que va desde el acoso digital hasta el asesinato. ¿De qué sirve el número si el poder real sigue blindado por redes machistas?
Todo esto ocurre en un país que juró, hace 45 años, que la igualdad sería norma. Lo repitió en cada revisión internacional, lo estampó en reformas, lo celebró en foros. Pero la CEDAW no es un adorno diplomático: es un contrato exigible. Y hoy, ese contrato está en mora.
En sus observaciones más recientes, el comité pidió lo obvio: que las leyes se cumplan, que los refugios no dependan de la voluntad política, que las fiscalías investiguen sin prejuicios, que la salud sexual y reproductiva sea un derecho real, que las mujeres indígenas tengan intérpretes, que las defensoras y buscadoras vivan sin miedo. Nada que suene a utopía; todo lo que debería ser cotidiano.
¿Por qué insistir en un tratado internacional en un país con Constitución y leyes robustas? Porque la CEDAW recuerda algo que solemos olvidar: los derechos no son concesiones del poder, son límites al poder. Y cuando el Estado falla en garantizarlos, la mirada global actúa como contrapeso, como testigo incómodo, como último recurso frente a la impunidad nacional.
Cumplir la CEDAW no es un favor a la ONU; es un deber con nosotras mismas. Significa asignar presupuestos suficientes para refugios, fiscalías, intérpretes, salud reproductiva. Significa armonizar leyes y protocolos en todos los estados. Significa dejar de normalizar que las madres busquen solas a sus hijas, que la justicia tarde tanto que se vuelva burla, que la violencia política sea parte del costo de participar.
Hoy, al recordar la firma de 1980, no basta un tuit ni una ceremonia. Honrar esa fecha exige voluntad política y vigilancia ciudadana. Exige entender que la igualdad no se decreta: se construye día a día, con políticas que lleguen al último rincón, con jueces que juzguen sin estereotipos, con gobiernos que midan resultados y rindan cuentas.
Hace 45 años, México le dijo al mundo que estaba listo para erradicar la discriminación contra las mujeres. Hoy, el mundo le pregunta —y nos preguntamos también— cuánto falta para que esa promesa se cumpla. Y la respuesta no puede esperar otros 45 años. Un aniversario qué nos hace el llamado a redoblar esfuerzos y convencer la igualdad más allá de las instituciones, en el barrio, en la escuela, en lo comunitario.
X: @ifridaita