En tiempos en los que el crimen organizado mexicano ha mutado en actor geopolítico con capacidad de desafiar al Estado y exportar violencia, el enfoque jurídico de nuestro país hacia el lavado de dinero permanece anclado en la lógica contable, simple. La Ley Federal para la Prevención e Identificación de Operaciones con Recursos de Procedencia Ilícita (LFPIORPI), promulgada en 2012, sigue tratándolo como una anomalía financiera y no como un factor de amenaza estratégica nacional.

Mientras tanto, Estados Unidos ha transformado su legislación en un arma de seguridad nacional. La USA PATRIOT Act y otras disposiciones similares, permiten etiquetar organizaciones como terroristas, imponer sanciones a quien las financie directa o indirectamente, y congelar activos sin necesidad de intervención judicial previa. Esto no solo eleva el estándar legal: redefine las reglas del comercio, la inversión y la legitimidad empresarial a nivel global.

En otras palabras, lo que en México se sigue tratando como “extorsión” o “derecho de piso” (un mal menor del entorno criminal), en EE.UU. se interpreta como complicidad con organizaciones terroristas. Para las agencias estadounidenses como OFAC o FinCEN, pagarle a un cártel equivale a financiar a Al Qaeda o Hezbollah. Esto genera un problema mayúsculo: empresas mexicanas, gobiernos estatales e incluso ONGs corren el riesgo de ser excluidas del sistema financiero internacional simplemente por operar en zonas de riesgo sin un blindaje institucional efectivo.

Ante esta desconexión jurídica y la parálisis política para actualizar el marco legal mexicano, la única vía acequible a corto plazo es una solución práctica y privada: un esquema de certificación tipo ISO que permita a las empresas y actores subnacionales demostrar un cumplimiento reforzado contra el financiamiento al terrorismo.

Una Certificación de Conformidad Antiterrorista (CCA), emitida por organismos independientes con auditorías semestrales y estándares inspirados en las directrices del GAFI y del Departamento del Tesoro de EE.UU., puede convertirse en un salvavidas reputacional y legal. No es una solución perfecta ni universal, pero sí un instrumento concreto de defensa ante el creciente aislamiento financiero al que nos enfrentamos.

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Casos previos respaldan esta ruta: el uso de ISO 37001 en países sin leyes anticorrupción, el programa RMAP en África para certificar minerales sin nexos con conflictos armados, y la adopción de protocolos FCPA por parte de empresas mexicanas han permitido evitar sanciones y mantener vínculos comerciales con actores internacionales.

El argumento es simple pero contundente: si el Estado mexicano no protege su legitimidad financiera a través de reformas legales profundas, el sector privado debe hacerlo por su cuenta. No podemos esperar a que llegue una sanción de OFAC o una demanda civil en Nueva York para reaccionar. Necesitamos prevención, adaptación y diplomacia empresarial.

Hoy, quienes insisten en ver al lavado de dinero como una actividad financiera neutra están jugando con fuego. Y si ese fuego se convierte en aislamiento global, no será por falta de advertencias, sino por falta de visión.