El tema del Metro no es especialmente político ni de ponderación. Pero las narrativas que se están construyendo a su alrededor, sí lo son, porque son buen pretexto para explicar algunas cosas importantes.

La primera que se debe analizar es la de los “distractores”. Al respecto, la prensa y las redes sociales (letrinas o no, son el pulso de una parte importante de la población) dicen que la Guardia Nacional cuidando las instalaciones es un distractor de la falta de mantenimiento; que lo del Metro es, en general, un distractor de la violencia en el interior de la República, y que todo es un distractor de la inminente crisis económica de fin de sexenio.

Nada de esto es un invento mío, está en la red. Naturalmente, ese simplismo es irracional. Lo que debe entenderse es el ciclo noticioso, los incentivos de la prensa y la estructura de la agenda pública. Respecto de los primeros dos, que son indisociables, por mucha agenda que tenga un medio de comunicación como actor político, debe de cubrir las notas que le den más lecturas, más vistas, más escuchas.

Eso hace que su plan semanal (que sí hay, desde que inicia la semana) sea más bien un plan B, porque siempre es mejor que alguna contingencia, fácilmente comprensible por todos, se presente espontánea. Así, un choque de vagones en un medio de transporte que tiene millones de usuarios diarios, cumple perfectamente con este criterio, porque además todos piensan, con alivio y terror, que pudieron haber sido ellos.

La agenda pública, por otro lado, está compuesta de las siguientes prioridades: coyunturas imprevistas que interesen a cualquiera, porque cualquiera las entiende (el choque del Metro, lo de La Polar); reportes de información según la audiencia (El Economista hablará de las Afores, Milenio de las corcholatas, La Jornada sobre la investigación contra Calderón), y por último, inserciones pagadas o que sean de interés del medio como parte de un conglomerado corporativo o de alguno de sus socios de negocios. Empero, esto no quiere decir que una de esas cosas pretenda “distraer” de otra.

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Actualmente, con un modelo de comunicación bidireccional y una viralización caprichosa que nadie acaba de entender muy bien, las tendencias se pueden dirigir pero no decidir. Las historias toman una vida propia a partir de las interpretaciones y las contribuciones voluntarias y accidentales de los receptores, que a veces son surrealistas.

Como ejemplo, escuchamos hoy que los últimos accidentes del Metro sí son provocados por el gobierno para dar credibilidad al discurso de “sabotaje”. Esto es francamente inverosímil. El peligro provocado es una estrategia política vieja, y quizás el mejor ejemplo moderno sea el del gobierno norteamericano los años siguientes al ataque de las torres gemelas, en la administración Bush, quien tenía que mantener a los ciudadanos preocupados por el terrorismo para justificar sus “politics of fear”.

Sin embargo, la estrategia no consistió en repetir atentados, porque esto contribuye a erosionar la confianza exponencialmente en las autoridades, y lo que sigue a la incapacidad de proporcionar seguridad, cuando ya se han tomado medidas extraordinarias, no es la sumisión total sino la desobediencia civil generalizada.

Lo que reportaba el gobierno de EU, todos los días, era que se había capturado a una persona o a un grupo de personas con “posibles vínculos” o con “planes para atentar” contra la ciudadanía y en favor de organizaciones terroristas. Esto es, el discurso era “la amenaza está latente pero yo como gobierno, la estoy neutralizando antes de que sea un peligro inminente”.

Es curioso también la queja de que hayan más elementos de la Guardia Nacional cuidando el Metro que en municipios violentos. Porque la queja no viene de habitantes de Guanajuato, Michoacán o Sinaloa, sino precisamente de capitalinos que no deberían tener miedo de la policía en labor preventiva. Ese es todo un tema a explorar.

A riesgo de ser demasiado pedestre, lo que se está obviando es que el Metro, como sistema, no deja de ser un aparato mecánico con varias décadas de edad. Sí, el mantenimiento es útil para retardar su colapso, pero se vuelve cada vez más caro, cada vez menos duradero, y no puede ser eterno. Llega un punto donde las lavadoras dejan de servir, y ya. A veces hay que comprar una nueva lavadora.