A propósito del texto que Manuel Gil Antón nos obsequió el fin de semana pasado (1), acerca de la necesidad de emprender una amplia discusión sobre la(s) “Reforma(s) Educativa(s)” en México, en esta ocasión abordo el tema de los escenarios reformistas que se podrían visualizar en ese ámbito, con especial énfasis en los “porqués” y los “cómos”.

¿Por qué hablar una vez más de reformas educativas en nuestro país? ¿Acaso ese término y ese tipo de procesos sociales no habían caído en franca decadencia o en declarada crisis? La tesis sobre la crisis del reformismo educativo en México, que he planteado desde hace más de 3 años, propone que, diseñadas desde las élites, las dos últimas reformas educativas (correspondientes a los sexenios 2012-2018 y 2018-2024), entre otras cosas, han perdido legitimidad y credibilidad entre las maestras y los maestros.

Además y en especial, la necesidad del cambio “radical” de la educación pública, que prometió el presidente López Obrador durante su campaña electoral, ha quedado a deber; por lo tanto, ha quedado como uno de los grandes pendientes del actual régimen.

Así, un primer escenario de cambios sería esperar a que el próximo gobierno federal (2024-2030) recicle la actual reforma sexenal centralizada (2018-2024), que de por sí tiene elementos de continuismo con respecto a la reforma educativa ensayada durante sexenio anterior (“Pacto por México”, 2012-2018).

Un segundo escenario consistiría en llevar a cabo, desde este año, foros y debates acerca del proyecto educativo que el país requiere ante las nuevas realidades locales, nacionales y mundiales. Por su puesto, dichos encuentros tendrían en el centro de su agenda y debates diversos análisis e interpretaciones sobre las crisis económica y de salud pública (causada por la pandemia de Covid), que hoy enfrentamos, y sus relaciones múltiples y complejas con el sistema educativo.

Así lo expresó Manuel Gil en el texto referido: “Frente a esta realidad hay dos caminos: uno, el clásico: aguardar a la siguiente administración para ver si, entonces sí, atina a desarrollar procesos de cambio en las condiciones del sistema educativo. Otro, innovador, es ponernos de acuerdo y abrir espacios, durante lo que resta de la gestión actual (sin necesidad que nos lo permita o solicite) para compartir, dialogar y debatir en torno a las condiciones de posibilidad de una(s) reforma(s) educativa(s) de largo plazo.”

En cualquiera de ambos escenarios, una lección aprendida, tanto a nivel local como internacional, es que las reformas educativas tienden a fracasar si no toman en cuenta, de manera sustantiva, el conocimiento y la experiencia de las figuras educativas principales: docentes, directivos escolares y asesores técnicos. Así mismo, -dicta la experiencia más reciente-, es esencial escuchar la voz y las propuestas de las/los estudiantes y sus familias, junto con la participación de otros sectores sociales directa e indirectamente involucrados en estos procesos reformistas.

Se ha demostrado, con hechos y evidencia empírica, que las reformas educativas elitistas, es decir, diseñadas “desde arriba” (sin considerar a docentes, sobre todo), no son más duraderas ni producen resultados educativos significativos, en términos de los aprendizajes escolares, el desarrollo de la gestión educativa y en la formación integral de las y los ciudadanos. ¿Por qué seguir entonces por ese mismo camino?

Dos modelos reformistas opuestos

Si seguimos una metáfora o una analogía relacionada con las prácticas de la medicina, encuentro en el centro de la discusión dos modelos u opciones: Una, que consiste en la idea de poner en práctica una cirugía mayor sexenal (una reforma educativa impulsada por el/la presidente de la República, con apoyo, operación y gestión política de parte del sindicato nacional y de la mayoría de las/los integrantes del poder legislativo); y otra, diferente, implicaría poner en práctica cientos o miles de microcirugías de precisión, transexenales, creadas y promovidas por la sociedad, y desarrolladas específicamente por las comunidades educativas.

La idea de impulsar cambios de corto, mediano y largo plazos en planes y programas de estudio (junto con sus métodos y enfoques), por ejemplo; o la iniciativa de realizar transformaciones en los contenidos y formatos de los libros de texto escolares, es factible y deseable, siempre y cuando estos cambios estén vinculados orgánicamente con las transformaciones científicas, artísticas, tecnológicas y humanísticas nacionales y mundiales, así como con las recomendaciones producidas en el ámbito de la cultura y la investigación pedagógica-didáctica y educativa, en un ambiente de amplios consensos.

Para ello, habrá que definir, dentro del modelo elegido, si primero se van a promover las modificaciones al contenido del texto constitucional (Artículo 3), y luego se rediseñaría el proyecto educativo correspondiente. Ruta que ya fue recorrida de manera fallida en el pasado. O ensayamos, como nación, un modelo y procedimiento distinto: Primero, fijar las bases y los consensos sociales en torno al proyecto educativo nacional, y después definir las modificaciones constitucionales y legales, en función del nuevo proyecto educativo.

Insistiré en una idea que he planteado en comentarios anteriores (2): México requiere de un proyecto educativo consensuado (centrado en el derecho pleno a la educación para niñas, niños, jóvenes y adultos, con “calidad” y equidad), que es una finalidad que podría plantearse como “acuerdo básico” de la sociedad mexicana. Ello sin pasar por alto un hecho que está pendiente: generar una amplia discusión sobre términos como “calidad”, “excelencia”, “evaluación educativa”, “mejora continua”, “equidad educativa”, etcétera.

Para desarrollar y establecer el proyecto, tendría que organizarse una especie de congreso educativo nacional permanente (donde se discutan los “qué”, los “para qué” y los “cómos”), a través de una agenda y consultas permanentes con l@s maestras y maestros, directivos escolares, asesores técnicos, estudiantes y sus familias, especialistas en educación, representaciones sindicales (de todos los signos) y sociedad en general interesada en impulsar y comprometerse con estos cambios educativos de mediano y largo plazos, pero “desde abajo” y en forma horizontal, no vertical; no autoritaria ni impositiva.

La Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación (MejorEdu) podría ser la institución organizadora de estos encuentros.

Sugiero, mientras tanto, algunas preguntas para poner a consideración de los eventuales organizadores de los foros: ¿Qué tipo de modelo de reforma educativa conviene al país? ¿En qué términos hablaríamos de reforma educativa: como dispositivo legal y normativo (de arriba hacia abajo); o como programa de cambios permanentes a concretar en la base del sistema educativo: la escuela (de abajo hacia arriba)?

¿Cuál será el papel que jugarán en este proceso de transformación “radical”, los sindicatos magisteriales? ¿Cuál será el rol y las atribuciones de los congresos estatales en la discusión y operación de los sistemas educativos locales? ¿Cómo se rediseñará la actuación y las responsabilidades de los gobiernos estatales y municipales en la nueva ola de transformaciones educativas?

¿Cómo enfrentaremos las dificultades del rezago educativo (personas mayores de 15 años que no han iniciado o concluido la educación básica); así como los indicadores adversos en términos de logro académico en educación básica y media superior? ¿Cómo afrontaremos los problemas de desafiliación escolar (agudizada por efecto de la pandemia) o la falta de cobertura en algunos niveles educativos? ¿Cuáles serían los criterios y los términos de la nueva revalorización o revaloración del magisterio? Entre otras cuestiones.

Éstas son algunas de las preguntas que propongo con la idea de contribuir al debate y la reflexión informados, en torno a la necesidad de caminar hacia una reforma profunda, radical, desde abajo, del sistema educativo mexicano. Hacia una transformación, no una simulación, de los cimientos de la educación pública en México.