Epitafio

Sólo dos cosas quiero, amigos,

una: morir,

y dos: que nadie me recuerde

sino por todo aquello que olvidé.

Eduardo Lizalde; El tigre en la casa.

I. Podrirse

Que se pudra la existencia, duele. Pero así es “la cosa”; no hay escapatoria posible. Ni siquiera para quienes antes de fenecer ordenan congelar sus cadáveres; si revivieran, los “criopreservados” volverían a morir. Se ha cumplido el ciclo vital del Tigre Poeta, Eduardo Lizalde Chávez (1929-2022) a sus casi 93 años (14 de julio). El artista sobrevivió a dos parientes también famosos y más jóvenes que él. A su hermano, el actor Enrique (1937-2013); y a su primo, el cantautor y actor, Óscar Chávez Fernández (1935-2020). Asimismo, a un célebre escritor de su generación y amigo, Carlos Fuentes (1928-2012).

Lizalde publicó El tigre en la casa en 1970. Obra poética sobre la cual sustentaría su condición de verdadero y magnífico poeta, y el prestigio del futuro trabajo por venir. Sin la concepción de esa obra, incluso ya con el reconocimiento de su anterior trabajo, Cada cosa es Babel, de 1966, el Tigre Poeta no habría llegado a ser un verdadero felino dentro de la poesía, y el absurdo movimiento poeticista –intento de mecanización poética bajo la égida ideológica- sería una anécdota intrascendente dentro de las letras y la poesía mexicanas. De por sí, dicho movimiento no tendría sentido de conocerse ni explicarse si no fuera por el trabajo posterior de sus tres principales miembros. Eduardo Lizalde y Enrique González Rojo-Arthur (nieto de Enrique González Martínez, de la generación modernista, e hijo de Enrique González Rojo, de la generación de los Contemporáneos), primero, y Marco Antonio Montes de Oca, posteriormente; Eduardo también sobrevivió a ambos.

Eduardo Lizalde lee “Grande es el odio”; de El tigre en la casa:

II. Del Poeticismo al Tigre Poeta: 1948-1970

En 1981, Eduardo Lizalde hizo la autocrítica al movimiento del poeticismo, del cual fue fundador (que duró aproximadamente entre 1948 y 1952), en Autobiografía de un fracaso. El poeticismo. Y para simplificar, debe decirse que si bien en la forma poética, la métrica, sus integrantes cumplían a cabalidad con el endecasílabo y el soneto, por decir, es el vicio estructural de la teorización y sobre todo la ideología –marxista y a veces estalinista- lo que arruina y frustra la poesía en esa aventura juvenil mecanicista. Tanto su producción “poeticista”, como la inmediata posterior estaba “inficionada” de la teoría y la retórica, precisa Lizalde, llena de “retorcimientos, manías conceptuales, garigoleos metafóricos y desmanes filosóficos e ideológicos”. Es decir, la pluma, la imaginación y la “inspiración” no podían aflorar de esta manera no liberada.

Poco después a esas fechas, y cuando Lizalde ingresa al Partido Comunista Mexicano (donde establece relación con José Revueltas; ambos serían expulsados en 1960), aún intenta la “poesía social” -que pudiera generar buenos poemas, cuando es espontánea y no sometida a teorías ni está ideologizada-. Y esa aproximación también la considera un fracaso: el contenido del “primero y peor de mis libros”, La mala hora; de 1956: “El viejo cuento realista-socialista y stalinista o zhdanoviano de que se podía hacer literatura, aun de encargo partidista, con mensaje social y aliento proletario… no me gustaban los oratorios experimentos y pretendidos logros de la poesía nerudiana en Latinoamérica”. Será hasta 1974, en La zorra enferma, cuando haga el “ajuste de cuentas” con el pasado comunista y en particular, con el estalinismo. El primer poema del libro, “Ojo, sectarios”, son dos versos irónicos por donde quiera que se les analice: “Sordos, odiad este libro./ Eso incrementará mis regalías”. Y más tarde, “El gallo”, en Tabernarios y Eróticos (1989), es magistral.

De La zorra enferma, Lizalde lee “La bella implora amor”:

Es decir, de inicios del poeticismo en 1948 (a sus 19 años) a 1956 (su primer obra publicada y fallida), transcurren ocho años. Después, algo tuvo que haber sucedido en su interior para gestar, diez años después, su primera poesía reconocida como personal, con voz propia, Cada cosa es Babel, en 1966. Y 14 años distarían, en relación a su primer libro, para dar a conocer El tigre en su casa. Poesía de gran precisión, belleza, ironía, escepticismo, sentido del humor; de amplio concepto intelectual sin dejar de ser artístico: es sobre todo poesía artística pero absolutamente calculada como propuesta (ya el desarrollo del poema siempre enfrenta vicisitudes técnicas, imaginativas y de inspiración).

Su sobrino, el escritor y crítico musical Luis Ignacio Helguera Lizalde, fallecido de manera prematura (1962-2003), ha dicho sobre ese salto cualitativo, al escribir un perfil del poeta, que transita “de la Babel lingüística al tigre existencial; de la disección filosófica del lenguaje a la explotación del lenguaje vivo y coloquial (”Perfil: Eduardo Lizalde”; Letras Libres, 31 de agosto de 1999).

A partir de esta obra de 1970, el prestigio del Lizalde es creciente. Cada recopilación y agregado posterior lleva el sello: Nueva Memoria del Tigre. Organiza sistemáticamente su producción y crea al personaje, al Tigre Poeta, que halla aliento en la Biblia, en Blake, Huysmans, Borges, Neruda, Kipling, Rice Burroughs y Salgari, entre otros, y se convierte en obsesión metafórica porque “es la imagen de la criatura más bella, pero también la criatura más criminal y más mortal, aunque no culpable, como el hombre” (entrevista con Cristina Pacheco; Canal Once, 2011).

En Cada cosa es Babel había comenzado así de preciso, como un llamado a sí mismo:

Y le digo a la roca:

muy bien, roca, ablándate,

despierta, desperézate,

pasa el puente del reino,

sé tú misma, sé mía,

dime tu pétreo nombre

de roca apasionada.

Dime tu nombre, cosa,

tu desnudo tejido

por el nombre y sus cáñamos seguros.

Para nombrar un ciervo

Hay que tener mejores músculos que el ciervo.

Y concluye así: “Ven, cosa, yo te diré tu nombre”.

En La casa del tigre aparecen ya, sino poemas completos, versos que bien pudieran alcanzar incluso fama popular –a la Nervo o López Velarde- si no fuera porque el poeta y su poesía tienen una perspectiva más allá de lo meramente emocional, es conceptual, crítica, precisa, cáustica, a veces virulenta, descreída, grandilocuente (contraria a la grandilocuencia arrogante e ingenua del poeticismo, la del poeta “maduro” es del todo consciente, deliberada). Además, recurrir a lo popular o maledicente puede ser “peligroso”, “hay que manejar el lenguaje popular pero con tanto cuidado como el filosófico, como el lenguaje culto y erudito” (entrevista con Miguel Ángel Flores para UAM Azcapotzalco; 2012). Hablo de versos memorables como:

Hay un tigre en la casa

que desgarra por dentro al que lo mira.

Y sólo tiene zarpas para el que lo espía,

y sólo puede herir por dentro y es enorme:

más largo y más pesado

que otros gatos gordos

y carniceros pestíferos

de su especie…

Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses,

que se pierda

tanto increíble amor.

Que nada quede, amigos,

de esos mares de amor,

Que tanto amor queme sus naves

Antes de llegar a tierra.

Es esto, dioses, poderosos amigos, perros,

niños, animales domésticos, señores,

lo que duele.

Grande y dorado, amigos, es el odio.

Todo lo grande y lo dorado

viene del odio.

El tiempo es odio.

Y el miedo es una cosa grande como el odio.

El miedo hace existir a la tarántula,

la vuelve cosa digna de respeto.

Después de 1966 y sobre todo, 1970, el Tigre Poeta continúa alimentándose a sí y al público con su poética felina. Citaré los versos iniciales de un poema favorito incluido en Tabernarios y Eróticos:

Profilaxis

Los amantes se aman, en la noche, en el día.

Dan a los sexos labios y a los labios sexos.

Chupan, besan y lamen,

cometen con sus cuerpos las indiscreciones

de amoroso rigor,

mojan, lubrican, enmielan, reconocen.

Pero al concluir el asalto,

los dos lavan sus dientes con distintos cepillos.

Octavio Paz, como solía suceder en su condición de gran poeta y crítico literario, establece una cuestión terminante sobre Lizalde, su amigo: “Un hombre —una obra— que ha cambiado nuestro paisaje poético… en 1970, publicó El tigre en la casa. Fue el año de su aparición, en el sentido fuerte de la palabra: la aparición de un poeta verdadero tiene algo de milagroso. Desde entonces Lizalde ha publicado varios libros de poemas; cada uno de ellos, cada vez con mayor precisión y limpieza no exenta de piadosa ironía, es una operación sobre el cuerpo de la realidad. Mirada-cuchillo de cirujano, mirada de moralista, mirada de enamorado”.

De Caza mayor, “El tigre en celo”:

III. Cantante y pintor trunco; funcionario cultural

Lizalde ríe de sí: “escribí poemas desde niño y, a los trece años o doce, me consideraba capaz de llevar delante de manera genial cuando menos tres carreras: la de cantante, la de pintor y la de poeta. Me parecía posible, en breve tiempo, ser cuando menos Titta Ruffo, Miguel Ángel y Góngora si me empujaban vientos propicios”.

Miguel Ángel. “La creación de Adán”; Capilla Sixtina, circa 1511.

Eduardo Lizalde estudió canto en la Escuela Superior de Música de la Ciudad de México. Asimismo como la del pintor de genio, la aspiración del cantante se frustró básicamente cuando ingresó, de manera tardía, a la Facultad de Filosofía y Letras. “El que se creía genio a los catorce y era en la preparatoria campeón de las cátedras literarias como del álgebra y la trigonometría, se hallaba a los 25 filosóficamente indigesto, desordenado y desorientado. Era ya viejo aprendiz de cantante, pésimo pintor y poeta deplorable” (Autobiografía de un fracaso).

No obstante su fallida incursión en el canto y la pintura, desarrolló una afición e incluso pasión por la ópera y el canto operístico. Esto lo llevó a escribir sobre el tema, a dirigir programas operísticos en Canal 22 y Canal Once. Cuando empezaba yo a asistir al Teatro del Palacio de Bellas Artes, él era el director de la Compañía Nacional de Ópera; lo vi entre pasillos y butacas del teatro en varias ocasiones en 1989 y 1990. Colaboró en la UNAM como jefe de la Imprenta Universitaria y director de la Casa del Lago. Trabajó para la SEP en diversos cargos. De 1996 a 2019, fue un dilatado director de la Biblioteca México “José Vasconcelos”, en la Ciudadela.

Y no pocas referencias, incluso de él mismo, lo recuerdan cantando en privado con su impostada voz de bajo o bajo barítono, a la que sirven de conducto resonador el gancho aguileño de la nariz y una amplia frente. De su vocación frustrada viene su admiración por el célebre barítono italiano Titta Ruffo (1877-1953), quien por cierto había venido a México en 1919 (antes que Enrico Caruso; septiembre-octubre de ese año), y cantado entre abril y junio siete óperas distintas en el Teatro Esperanza Iris.

Aquí el aria “Nemico della patria” (Enemigo de la patria) de la ópera Andrea Chénier, de Umberto Giordano, cantada por Ruffo (obra que cantó el 24 de mayo de 1919 en México):

Como escritor, obtuvo una variedad de premios, entre ellos, el Xavier Villaurrutia, 1970; Premio Nacional de Poesía de Aguascalientes, 1974; Premio Nacional de Ciencias y Artes en Lingüística y Literatura, 1988; Premio Iberoamericano Ramón López Velarde, 2002; Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines-Gatien Lapointe, 2005; Premio Internacional Alfonso Reyes, 2011; Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca, en 2013; Premio Internacional Carlos Fuentes, 2017. También fue un participante frecuente en los medios de comunicación, televisión, radio e impresos como Revista Mexicana de Cultura; México en la Cultura; El Gallo Ilustrado; Revista de la Universidad de México, Vuelta y Letras Libres.

Y al final, de Caza mayor, publicado en 1979, unos versos del segundo poema:

El bello, finalmente, el poderoso,

por el mayor carnicero fue vencido.

No sólo el gran tigre muere,

esta argamasa de brillo y sangre,

este relámpago

de homicida perfección:

muere con él su raza

Los batidores sitian a la bestia mayor,

la cercan, guían, acosan,

y él, último ejemplar, todos el último,

y joya irrepetible, juego, gloria

de la altivez, el crimen, la hermosura,

lanza el final rugido

y el aire se enrarece

como cuando se desploma una caverna.

En una entrevista de 2007, en Chile, para el programa “Off the record”, dirigido por Fernando Villagrán y ante una pregunta de este sobre la reencarnación, Eduardo Lizalde establece: “No me gusta la idea de la muerte. Soy persona bastante vital y la esperanza de la sobrevivencia, más allá de los límites que nos marca el promedio de vida contemporáneo, siempre persiste en una persona de mi clase o de mi especie, pesimista pero optimista desde el punto de vista de la vida personal, me gustaría vivir 200 años, por supuesto”.

En 2019, a sus 90 años, durante las Jornadas Pellicereanas realizadas en Villahermosa, Tabasco, Lizalde dio lectura a un poema claro, inédito en ese momento y con base en una frase de Séneca, el autor de Sobre la brevedad de la vida. En “De Senectute”, el poeta establece el tema de la vida y la muerte:

Vuela el tiempo, pájaro mayor,

dicen los poetas.

Envejecemos, morimos, nos degradamos,

pero no es por el tiempo que vivimos,

ni el que resto,

porque el tiempo no existe.

Sólo es figura retórica como la muerte,

no tiene cuerpo alguno, ni materia

fluyente como el agua

ni lo forman corpúsculos atómicos,

como a la luz.

Nosotros somos el tiempo.

Nuestra degradación ocurre sólo en nuestro cuerpo,

sin agentes externos.

Nosotros, somos la muerte.

Y me he extendido, pero no puedo dejar de compartir otro poema inédito leído en aquella ocasión. No lo publicó (al menos hasta esa lectura de 2019), por triste y por referirse a la muerte de un joven familiar cercano que deseaba seguir viviendo; transcribo:

Llega al quirófano, herido,

el moribundo.

Se acerca a él un hombre,

ataviado de blanco,

con un oscuro medallón al pecho.

¡Doctor, quiero vivir!, dice el paciente.

Ya lo sé, hermano, le responde con ronca voz

el visitante.

Pero no soy su médico.

Soy sólo el buen Caronte,

su barquero

El rictus de dolor en el rostro del poeta es evidente al terminar la lectura de este dramático y terrible poema, que puedo imaginar podría llamarse “El buen Caronte”.

Eduardo Lizalde, hombre inteligente, culto, sensible, de mirada incisiva, mordaz, ateo; poeta, artista, funcionario cultural, conductor de programas artísticos y culturales. Más allá de la obra creativa, amigos íntimos suyos lo describen como un dandy, con un gusto por la cata de vinos, las mujeres y los manjares, degustador de quesos formidable. Vida plena que casi cumplió la mitad de su deseo de los 200 años para vivir, y que casi alcanzó, parafraseando a su sobrino Luis Ignacio, a trazar la raya número 93 al tigre.

Y aquí, mi versión de “Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses”, para SDPnoticias:

Héctor Palacio en Twitter: @NietzscheAristo