“En tiempo de las bárbaras naciones colgaban de una cruz a los ladrones; mas hoy, en pleno siglo de las luces, del pecho del ladrón cuelgan las cruces.” Esta poderosa sentencia del poeta italiano Ugo Foscolo denuncia una realidad que no se ha desvanecido con los siglos: la capacidad de las sociedades para disfrazar de virtud lo que antes se reconocía como delito. Lejos de ser una frase anclada en el pasado ilustrado del siglo XVIII, es un espejo que refleja, con inquietante claridad, al México contemporáneo.
En la época de la Ilustración —cuando se exaltaban la razón, la justicia y el progreso— Foscolo denunció cómo ciertos criminales, en vez de enfrentar el castigo, eran reconocidos con medallas, cargos y distinciones. Aquello que antes merecía la cruz como castigo, ahora se premiaba con cruces honoríficas. La ironía no podía ser más mordaz: el delito se volvía mérito cuando se cometía con poder.
Y hoy, en México, la escena no es muy distinta. En un país donde la corrupción ha carcomido las instituciones por décadas, no son pocos los personajes señalados por desfalcos, abusos de autoridad o enriquecimiento ilícito que terminan ocupando cargos públicos, dirigiendo partidos o recibiendo aplausos en eventos oficiales. Políticos investigados o acusados, en lugar de ser excluidos, regresan al escenario como “salvadores” de la patria, arropados por el discurso del perdón, la amnesia colectiva o la conveniencia electoral.
Las cruces que cuelgan del pecho del ladrón en México no siempre son medallas físicas; son diputaciones, candidaturas, nombramientos diplomáticos o incluso invitaciones a mesas de opinión. Se premia la lealtad, no la ética; se celebra la astucia, no la integridad. Y así, el crimen institucionalizado se normaliza bajo el barniz de la democracia o el progreso social.
El verso de Foscolo no es sólo una denuncia estética; es una llamada de atención. Porque cuando la impunidad se viste de mérito, y la memoria histórica se disuelve en conveniencias políticas, la sociedad corre el riesgo de volverse cómplice. Y en ese escenario, no es que haya fallado la justicia: es que hemos elegido ignorarla.
México, en pleno siglo XXI, aún arrastra las sombras que Foscolo vio en el siglo XVIII. Y mientras el ladrón siga luciendo cruces en el pecho, será urgente preguntarnos qué clase de valores queremos honrar como nación.