Hoy podemos decir que, en varias dimensiones (que no en todas) la transición democrática mexicana fracasó. Uno de los puntos más evidentes fue el de la consolidación de una legislación electoral absurda, que impide inherentemente a los políticos hacer política, y no es un juego de palabras. En las democracias liberales, la relación entre política y dinero es más inseparable aún que en los regímenes autoritarios, porque en los ámbitos más cruciales, la lucha política se lleva a cabo en forma de competencia económica.

Con esto me refiero a que, como han dicho tantos, la lucha por el voto se vuelve una especia de venta de alternativas electorales que pretenden ser compradas por el elector, cuya moneda de cambio es el voto. Lo que le han llamado, sin mucha imaginación pero con cierta razón, el mercado electoral. Contra lo que el sentido común a la mexicana dice, la mayor cantidad de dinero que se pierde en la política no es porque los partidos y los políticos “se lo roben” o en todo caso se lo queden ellos; se gasta en mantener la simpatía, la convicción o siquiera la atención del votante potencial en un mundo en el que sobran las aparentes opciones en todo, y el bombardeo de información es permanente, sobre todo de información política.

En pocas palabras, el trabajo territorial, la propaganda (eje central de la política de esta era en todo el mundo), y hasta la comunicación social en buena lid, es carísima. Téngase en mente lo anterior y ahora júntese con la evolución de la legislación electoral mexicana:

La transición democrática a nivel legislativo comenzó en 1988 por fuerza de lavarle la cara a un gobierno deslegitimado (por eso el IFE fue creado) y siguió en el sexenio de Zedillo, que cedió una parte importante de peticiones a la oposición, obsesionada con restringir la intervención del gobierno en los procesos políticos.

Pero después de la transición, y con la alternancia partidista, el partido que estaba en la oposición continuaba, a su vez, restringiendo cada vez más el margen de maniobra de partidos y políticos en lo individual, de modo que los ataba de manos en actividades, financiamiento, gasto, y en general todo lo que constituye la materia prima de la política cotidiana.

El resultado final es que ahora las campañas electorales tienen topes de gasto inverosímiles para un país del tamaño de México, los políticos tienen un tiempo también inverosímil para hacer campaña, y no pueden decir prácticamente nada que no sea considerado guerra sucia. Insisto, esto no fue obra de un partido sino de todos, que fueron sumando restricciones cuando les tocaba ser oposición.

Las dos ideas anteriores llevan a que el sistema político se ha ido separando de la legislación electoral mediante una serie de maniobras que buscan sortear las limitaciones legales sin violar directamente la norma (fraude a la ley, pues). Los funcionarios ahora hacen precampaña desde el primer día de gobierno, mediante “informes”, entrevistas en medios de comunicación, propaganda callejera de la que siempre se deslindan y rallies disfrazados de congresos académicos. Pero es que no hay de otra, porque hace mucho tiempo que los candidatos llegan a las campañas casi con el resultado definido (no quiere decir que ellos lo sepan, sino que el votante rara vez cambia su intención de voto cuando inicia la campaña).

Con el colapso de las élites de la transición, el nuevo régimen decidió dar un paso más e ignorar la legislación electoral de forma tan cotidiana y abierta, además de generalizada, que puso en evidencia la debilidad natural de la norma jurídica: cuando todos sus destinatarios optan por no cumplirla nunca, la consecuencia no es la sanción de todos, sino el paso de la ley a ser letra muerta. Hacia allá va esto.

Pensemos en el escenario que plantean Merino y otros analistas que se quedaron en la era de la transición; según ellos, todo es ilegal, todo es inconstitucional. ¿Se atreverá el INE, o el TEPJF, o la Corte, o quien sea, a inhabilitar a todos los candidatos de Morena, por una razón letrística y una interpretación exegética de una norma secundaria? ¿Ya imaginaron las consecuencias en la realidad que tendría eso? Creo que las autoridades electorales, por primera vez en varios años, están tomando en cuenta lo que decía Weber de la ética de la responsabilidad, que está enfocada a consecuencias potenciales más que a convicciones morales.

Cuando la base principal del partido mayoritario ha sido convencida de que la ley y las instituciones son un mecanismo de sus adversarios para impedir que personas específicas actúen (el presidente, las corcholatas, quien sea), apostar por la lógica de confrontación jurídica hasta las últimas consecuencias sólo llevará a que el triunfo de Morena en el 2024 sea por un margen más amplio que ahora. Es la legislación electoral la que necesita un cambio profundo, porque es estúpida en sus presupuestos y esquizofrénica en sus cimientos, y una ley que no sirve siquiera para reconocer realidades, menos servirá para provocar conductas.