El sistema político mexicano vive, sin duda, sus etapas finales como modelo que permita cohesión y resultados. El objetivo de la creación del actual modelo fue garantizar la paz social que se vio profundamente comprometida durante la Revolución mexicana y la guerra cristera. La idea de pretender generar instituciones que centralizaron las decisiones y fueron delimitando formas rígidas y mas o menos funcionales de pactos prácticos, tenía como base que las entidades de la república alcanzaran estabilidad plena para luego dar paso al desarrollo económico. El desarrollo estabilizador se caracterizó por una alta autarquía económica y la consolidación (mediante toda clase de apoyos) de una clase empresarial industrial en el norte, financiera en el centro y agropecuaria en el sur que permitiera a la sociedad defender el modelo de Estado que para ese momento, les proveía de dos elementos claves para su tranquilidad y desarrollo. Esto es, a la paz social de los años 30 y 40, se sumó la estabilidad económica, la paridad cambiaria y un consistente crecimiento que produjo una clase media que el mundo envidiaba.
Durante los años 70, el ‘boom’ petrolero y los excesos del lopezportillismo, aparejados a la continuidad de la visión autárquica que nos impidieron llegar bien y de buenas al GATT, nos convirtieron en una nación rezagada en temas industriales y tecnológicos y con una creciente y galopante deuda trayendo como medicina coyuntural, primero el pacto para el crecimiento y desarrollo económico de De la Madrid (con su consecuente ajuste de precios), y luego, el Tratado de Libre Comercio con Salinas. En este último caso, con el llamado ‘Error de diciembre’ se perdió la estabilidad económica y el crecimiento de la clase media. Aunado a lo anterior, durante el sexenio de Zedillo se inició el crecimiento desmesurado de los cárteles de la droga y, durante los siguientes sexenios, la creación de un crimen organizado que empezó a adueñarse de distintos giros y a consolidarse como el poder fáctico determinante en múltiples regiones del país, acabando así, con la segunda garantía relativa a la paz social.
Durante el gobierno de Peña Nieto, una sociedad bastante asustada, abandonó el experimento del PAN para tratar de volver a un añorado pacto social priísta que ya era imposible de conminar por parte de los aburguesados funcionarios del PRI mexiquense que entraron al poder sin querer cambiar indicadores, sino simplemente, para adueñarse de las ínsulas de control político y creación de dinero, llevando a un país ya inseguro, pobre y sin clase media, al borde de la insurgencia popular.
En ese contexto, la candidatura de López Obrador, desde la izquierda, parecía garantizar la contención de la insurrección popular y otorgar un equilibrio a los conglomerados sociales menos favorecidos y además, ubicados en determinadas regiones del país, mismos que se habían vuelto focos de insurgencia y desestabilización política. Desde esta perspectiva, López Obrador llegó al poder con una sola misión sistémica: impedir el alzamiento social (cosa que hizo), pero también, en este proceso, consolidó un aparato de régimen que le permitía utilizar los recursos públicos para consolidar una narrativa basada en la reivindicación de la pobreza, olvidando que la eficacia del régimen mexicano devenía de la creación de equilibrios y contrapesos y de un ritual bastante consolidado de péndulo sexenal.
El sexenio de Claudia Sheinbaum ya no se abre con una emergencia de alzamiento popular, sino con una polarización entre las clases medias y las regiones desarrolladas del país cuantitativamente inferiores, pero cualitativamente determinantes.
México ha respondido siempre a un delicado equilibrio que privilegia al grupo que mayor resistencia genera, haciendo que los menos queridos de un sexenio sean, como conglomerado social, los más apapachados al siguiente, esto porque el régimen mexicano ha sido siempre un contenedor de crisis que atiende la emergencia olvidándose de las realidades estructurales.
Siempre ha sido un régimen débil y pobre que transita por su capacidad consensual con los que más presionan la estabilidad del Estado, pero en esta ocasión, por primera vez desde la Revolución mexicana, parece suponerse (el régimen a sí mismo), como un catalizador de expectativas de grupo; en este caso, los más pobres y sus liderazgos políticos. Esta visión autocomplaciente, con otros signos en diferentes momentos, ha traído consecuencias graves cuando no hay una catarsis institucional respecto al espectro de la antípoda que da primero toda clase de señales de insurrección, y luego las instrumenta. Cosa esta que en la especie ya acontece.
Se abre un sexenio en el que urge una visión sistémica y densa de las realidades estructurales que eviten las rupturas predecibles dada nuestra constante histórica. Ojala y se desarrolle pronto.