Bien utilizados los ejemplos de contraste permiten dimensionar adecuadamente los problemas, sin que ello implique minimizarlos o vender el consuelo de tontos. En este caso, la inflación ha sido una de las preocupaciones más graves en México y el mundo, a partir de la reactivación del comercio después de la pandemia. Los bancos centrales y las autoridades están lidiando con la paradoja de generar crecimiento sin relajar las tasas de interés (es decir, sin hacer más barato el dinero que se presta), pero esto último genera inflación. Es un equilibrio difícil de lograr. Pero lo que quiero mostrar son dos botones: México y Zimbawe.
Empecemos con el país africano, porque los números son tan exagerados que parecen inventados; no lo son. En el año 2000 la inflación anual fue de 55%, en 2005 de 586% y en 2006 llegó al absurdo de 1281%. En 2008, pasó a 11.200.000%, una cifra que parece una errata impensable. La inflación anual fue del 353% en 2021, y del 339% en 2022. Para 2023, el FMI proyectó que llegará al 172%.
Se señalan como causas probables de la hiperinflación del país africano que el gobierno dictatorial de Robert Mugabe, que ejerció el poder de 1980 a 2017, combinó una fuerte corrupción, gasto en guerra en otros países africanos y una ininterrumpida emisión monetaria, que derivó en esa profunda crisis, aunque el régimen responsabilizó de la situación a las sanciones de las potencias occidentales.
Lo importante es que, casos como el de Zimbawe y Venezuela, demuestran que, contingencias y sueños de transformación aparte, las reglas básicas del sistema monetario internacional siguen valiendo para todos. Así, cuando no se pretende politizar valores a nivel doméstico que responden a variables internacionales (como el tipo de cambio), la medida queda en el grito patético e ineficaz de un dictatorcillo sin ninguna importancia global. Naturalmente esto no aplica para sus ciudadanos, quienes sí sufren las consecuencias de estas medidas idiotas. El caso mexicano, por contraste, permite dimensionarse de manera más objetiva: nuestra inflación está demasiado alta comparada con los años post pandemia, pero nada más. Tampoco tiene que ver con aciertos o desaciertos del gobierno federal. En todo caso, su gran acierto ha consistido en no pretender controlar lo que no puede. El presidente vio caer a la clase política que lo formó, la de la década de los setenta, por su ignorancia y soberbia en el manejo de la deuda y de la balanza comercial. Por eso él es enormemente cuidadoso con las decisiones que puedan poner cualquiera de esas dos variables en peligro.
La dimensión que es interesante, pero que no es sostenible, es que el PIB está dependiendo, en México, del consumo privado. Eso no está mal para salir de la recesión, y por eso fue bueno haber dado apoyos en efectivo a personas que gastan el dinero (estudiantes, ancianos, etcétera) y no a personas que lo guardan o especulan con él (empresarios o, como Trump, a “los mercados” en abstracto). Sin embargo, el consumo es demanda agregada, y por definición es un crecimiento que va acompañado de inflación.
Era inevitable en 2020 y 2021; ya no es inevitable en 2023. Los componentes del PIB deben equilibrarse para que el gasto gubernamental y las exportaciones le quiten preponderancia al consumo. Esa es la manera de que el crecimiento no esté aparejado a la inflación.
En líneas generales, que nuestra economía esté más apegada a la inflación de Estados Unidos, el envío de divisas, las tasas de interés de la FED y el consumo doméstico privado, nos recuerda que la economía nacional sigue, por fortuna, despolitizada, sin importar lo “radical” que las dos partes sostengan que está siendo este gobierno. No lo ha sido tanto, no en lo que importa.