La palabra “Mazatlán” proviene del náhuatl y significa “tierra de venados” y en esa tierra nació Pedro Infante, ídolo indiscutible del cine mexicano durante su época de oro. Desde entonces, la cultura ha encontrado un refugio en esta ciudad, que, a pesar de su crecimiento, conserva su esencia de pueblo playero y para quienes crecimos cerca del mar podemos identificar fácilmente los sitios que hacen de la playa su escenario principal.

Hace años, Sinaloa regaló al mundo la tambora, y aunque su origen exacto es motivo de debate —y debo admitir que no soy experta en historia musical—, es un sonido profundamente vinculado a Sinaloa y que, sin importar dónde me encuentre, me transporta instantáneamente a la “perla del Pacífico”. Aunque para algunos este sonido no sea un cultura, la música regional lidera las plataformas musicales. Sin embargo, ha sido objeto de crítica cuando se reproduce en las playas sinaloenses, especialmente en Mazatlán. Las quejas de los hoteleros sobre el “ruido” se han fundamentado, principalmente en  no incomodar a los visitantes que llegan con dólares, moneda que parece dictar las reglas en cada puerto mexicano.

Como muchos tesoros, Mazatlán se ha popularizado entre los turistas canadienses como un destino predilecto. Estos visitantes, que suelen ser adultos mayores, buscan principalmente descansar, más que convivir con la población local o con el turismo mexicano. Han creado su propio microcosmos cultural que incluye muy poco de México.

Sin embargo, como ocurre con la gentrificación, existe el riesgo de que esta tendencia desplace las costumbres, la música y la esencia que caracterizan a Mazatlán y a su gente, la misma de la que emergió Pedro Infante. Por ello, es crucial defender y preservar los derechos de la comunidad artística local para reproducir su música y mantener sus costumbres.