¿Por qué siempre David Bowie es el héroe? Me sorprendió muchísimo la serie “1971″ en apple TV. No solo por la fabulosa investigación de videos y audios que presentan un solo año en la historia de la música, sino porque después de evidenciar en forma impresionante que hubo tantos géneros musicales que coincidieron, el broche de oro que cierra la serie es la música de David Bowie. Después de una lista innumerable de genios, está claro que Bowie comparte con muchos de los demás sus excentricidades y talento, por lo que la pregunta que emerge es ¿Qué lo hace tan diferente y admirable? Lejos de negarlo, yo creo que la respuesta está en los temas que su música aborda. Creo que no nos hemos percatado de lo rarísimo que es que David Bowie no aborda el tema del amor (señalado en otro video documental sobre él). Hasta las canciones de protesta abordan “el amor y la paz”. Pero la música de Bowie no lo hace; yo creo que eso es en esencia, visto con lupa, lo que lo hace verdaderamente único y hasta raro. Porque, ¿cómo hacer para evitar el tema? Resulta dificilísimo si lo analizamos con detenimiento.

Hablar de amor, estará choteado, pero es también inevitable; al menos es interesante porque en cada época y cultura se aborda en forma distinta, así que el diálogo continúa. Es un tema en el centro de las preocupaciones humanas. Recuerdo lo sorprendida que estaba una amiga psicóloga trabajando con refugiados de guerra. Me contó que el apoyo sicológico que ella daba a las víctimas que habían padecido todo tipo de males inimaginables, era en su mayoría, sobre temas de enamorados: el chico que conocieron en la fuga, la señorita que extrañan, etc. Como si los crímenes de guerra no tuvieran importancia del todo al sopesarla junto a los problemas del corazón. Igualmente se podría discutir que no se puede realmente explicar a un ciego de nacimiento lo que son los colores; pero no es el caso del amor. Hasta un niño pequeño, que nunca ha tenido pareja, entiende el amor… a sus padres, mascotas, etc. Nadie se salva, está inscrito en lo más profundo de nuestra esencia.

Cada época de la historia tiene sus formas y retos al enfrentar el tema del amor, y es evidente inclusive en la reciente trayectoria del amor de pareja en la cultura occidental: desde el amor que surgía a veces (en el mejor de los casos) en los matrimonios arreglados, hasta el concepto actual en donde te enamoras de alguien, lo escoges y después lo conviertes en tu pareja. Eso es lo que me parece imperativo discutir en el tema del amor hoy: la elección. Porque tener la “libertad” de escoger “libremente” a tu pareja no resuelve ningún problema, especialmente si consideramos que el proceso de selección es infinitamente menos riguroso que el de comprar un teléfono nuevo o un electrodoméstico.

La libertad de escoger al amado ha sido abordado extensamente en la post-guerra por innumerables filósofos, como Roland Barthes, por ejemplo. Menciono a Barthes porque todos sabemos que el término amar no se refiere solo el amor de pareja… Barthes (que por cierto vivió solo con su madre hasta su muerte) además de tener un libro dedicado exclusivamente al amor, decidió analizar “Cómo vivir juntos” (título de otro de sus libros) y desmenuza desde a Robinson Crusoe y su relación con Viernes, hasta la vida cenobítica de los monasterios. Principalmente sus cuestionamientos detonaron lo que me pregunto hoy yo y que trato de compartir aquí.

Lo más intrigante de un monasterio siempre me pareció el proceso de selección para entrar. No solo el de la comunidad para aceptar a un nuevo miembro, sino el del novicio que decide entrar a convivir con gente que él personalmente no escogió (no a cada uno de sus miembros en forma individual). No en balde, se hace referencia a los monasterios bajo el nombre de “una escuela del amor”. Convivir con otros no es fácil para nadie. Pero lo que aprendí de ver esa estructura monástica milenaria, pulida y eficaz, es que los términos de convivencia no es lo más importante. Hay algo más que lo trasciende todo.

Es interesante porque en el proceso de selección en un convento, para aceptar a un nuevo miembro, lo que se evalúa y se pone a votación es simplemente si ese monasterio en particular es el contexto más adecuado para que el aspirante a monje pueda desarrollar en la mejor manera su vida espiritual. Esto por supuesto después de haber evaluado si el candidato está verdaderamente buscando a Dios, de acuerdo con la Regla de San Benito. Los monjes están ahí para amar a Dios. Cada monje en forma individual (monje, monachos, mono, uno) y todos unidos en esa entrega a Dios como comunidad.

Al ver a la sociedad a través de la lupa de la vida monástica, caes en la cuenta que el tema de “elegir” tampoco es tan distinto. Me parece que los laicos tampoco es que escojan tanto a quién amar. Ni a su mamá, ni a su papá, ni a sus hijos ni a los familiares. Los amigos son los que tocaron casi, y la pareja, repito, tampoco es elegida con un minucioso proceso de selección. Después de analizar la vida monástica, yo ya no creo que lo relevante del amor en nuestras vidas hoy, para nadie, es la elección de la persona a quien amar, que es lo que nos han vendido en la cultura contemporánea. Lo valioso hoy es de tomar la decisión en sí; tomar la decisión de amar. Porque, al igual que en los monasterios, para cualquier persona decidir amar es más importante que decidir “a quién amar”.

El amor a los demás humanos es una orden para todo cristiano: amar al otro. Ese fue el resumen que dio el mismo Jesús de su propia doctrina. Pero San Bernardo de Claraval nos subraya que cosa tan fuerte es que te ordenen amar (en sus comentarios sobre el Cantar de los Cantares, sermón 50): “¿Cómo es que algo imposible de lograr acabó siendo una orden?... este asunto se refiere a la acción de hacerlo, no a sentirlo”. Yo creo que San Bernardo tiene mucha razón. Nos hemos acostumbrado a la frase “amar al prójimo” sin analizar realmente el significado. Ni el genio de la lámpara de Aladino tiene el poder de obligar a nadie a amar (en la versión del cuento más conocida hoy). Entonces. ¿cómo hacer eso? ¿Cómo es que hemos aceptado todos los cristianos la orden de amar, es acaso posible del todo?

Con tanta sicología y estudios de las personalidades, creo que nos hemos perdido en encajonar a los defectos y retos humanos, al grado que hemos pasado a creer que nos protege esa información detallada sobre los demás (quienes temes te hagan daño). Habría que hacer un alto y cuestionar hasta qué punto más bien nos ciega, porque nos distrae en nuestro egoísmo y olvidamos lo que en verdad importa, que es: amar. Todos sabemos que la verdadera satisfacción está en dar, y no en recibir. No se necesita ser monje para haberlo experimentado al menos una vez. Entonces, ¿por qué hacemos exactamente lo contrario fuera de los monasterios?

Me atrevo a proponer que el síntoma cotidiano más atroz de la falta de amor es estar ofendido. Las implicaciones son monumentales: orgullo, egoísmo, falta de empatía… y sin embargo, que común es ver a alguien ofendido. Porque cuando estás en armonía y paz, no te ofende nada. Esto lo pude experimentar en persona aquí en el monasterio de Neuzelle, en Alemania del Este, donde rezo y trabajo con un convento de monjes Cistercienses.

Puedo poner como ejemplo una ocasión en la que llegué de mi ermita a la capilla a rezar a las 5 de la mañana un día que me sentía bastante enferma (después de estar hospitalizada por una cirugía mayor y con alergia grave en mis ojos abultados y rojos). Mi recepción fue el padre Isaak María quien se me acercó y me dio la bienvenida diciendo en voz alta (a esa hora estamos normalmente en silencio): “Te ves fatal. ¿Qué te pasó?” Todavía me río cuando me acuerdo. Pero es que es graciosísimo… precisamente lo chistoso es que en otro contexto sería un comentario mucho muy ofensivo. Pero aquí, escuché lo que en realidad él estaba diciendo: que está preocupado, quiere saber si estoy bien, que mi malestar no pasa desapercibido. Además, exhibe dramáticamente las cualidades que más admiro en él: su honestidad, su espontaneidad, su originalidad y ligereza. Pero la escena está tan fuera de la convención social que no supe ni qué contestar. Creo que mi sincera respuesta agradecida a “te ves fatal” fue: “Gracias, ji, ji, ji”. En esos breves instantes es que se evidencia que aquí en Neuzelle, la verdadera conversación es sobre otra cosa más importante que trasciende las fricciones normales de las convivencias y que permite que se pueda vivir con alegría y en paz.

Esa fue para mí la lección que he tomado como compás. Si me ofendo, es la alarma que me avisa que me distraje del amor de Dios; que, además, debería yo estar compartiendo con los demás. La perfección del amor no es un estado, es un camino. ¿Acaso me pasa a mí? ¿Me siento ofendida a veces? Por supuesto que sí. Pero corro a disculparme y con la ayuda de Dios, me aboco a matar el sentimiento de ofensa (como reemplazo de matar al vecino que es aparentemente el ofensor).

Yo creo que los psicólogos y profesionales especializados en comportamientos humanos en vez de catalogarnos por nuestros errores, encajonarnos y crearnos miedos que nos aíslan y distancian, mejor deberían concentrarse y ayudarnos a comunicarnos mejor y sin ofender. Recomiendo el libro “Non violent communication” de Marshall B. Rosenberg (aunque tenga una introducción de Chopra del que no soy nada fan).

Entonces, regresando al asunto de lo que comunicamos, y al hecho de que David Bowie no aborda del todo en su música el tema del amor, quisiera terminar con una pregunta que hizo un amigo tejano que prefiere el anonimato: “Si la música de Bowie no aborda del todo al amor, entonces, ¿por qué resuena en tantísima gente?”. Me parece una pregunta esencial. Es extremadamente misterioso, casi tanto como tratar de analizar porqué los salmos (los cuales recitamos diario por 3 horas con cantos gregorianos) no dan la orden en forma imperativa: “¡Ama!”. Muchos verbos están en los salmos en forma imperativa: “Confía en Dios, espera en Dios, etc.” pero no encontramos “Ama a Dios”. Me parece intrigante, especialmente considerando que es la ley más importante para los judíos y toda la tradición judeocristiana: amar a Dios con todo tu corazón. Sin embargo, no está explícitamente dicho en los salmos. Me pregunto si esas ausencias evidentes provocan que pensemos y deseemos ese amor aún más.

Sobre la autora:

La madre Stella Maris es una monja ermitaña diocesana regiomontana. Después de trabajar en arte contemporáneo como crítica y curadora casi 30 años, dejó su trabajo en Frieze Art Fair (Londres y N.Y.) y el Museo Tamayo en CDMX (en donde dirigía la FORT) y se mudó a Alemania del este en 2018. Vive sola en una granja que convirtió en su ermita, apoyando con su trabajo a un convento de monjes Cisterciences a fundar un nuevo claustro en Neuzelle. El nuevo monasterio en construcción fue diseñado por la arquitecta mexicana Tatiana Bilbao. Stella Maris creó y editó la revisa Celeste, asociada con Federico Arreola y después con Jorge Vergara. Como dueña de Editorial Celeste, Stella Maris publicó también la premiada revisa BabyBabyBaby entre muchas otras publicaciones.