Un arma inesperada: cuando mentir pesa más que callar

En México, hablar de violencia de género no es un tema menor. Es, en efecto, uno de los ejes centrales de la transformación legal y social que el país ha vivido en la última década. Hoy las leyes han cambiado, las instituciones han crecido, las fiscalías se han especializado y la justicia se ha vestido, al menos formalmente, con una mirada de género. Y, sin embargo, en esa evolución también ha surgido un fenómeno incómodo, difícil de señalar sin caer en el descrédito: el uso malintencionado de estas herramientas por quienes se hacen pasar por víctimas.

La figura de la “falsa víctima de violencia de género” no busca opacar los avances logrados ni alimentar discursos negacionistas. Pero tampoco puede seguir ignorándose. Porque cuando alguien utiliza esta estructura legal para acusar falsamente a otro, no solo vulnera la credibilidad del sistema, sino que mancha para siempre la vida, la carrera y la dignidad de una persona inocente.

En muchos casos, esa persona es un funcionario público en ascenso, un empresario con visibilidad o un líder comunitario que incomoda. La falsa denuncia se convierte entonces en una táctica, una forma de ataque en medio de disputas personales, políticas o profesionales. Y lo peor es que, cuando se comprueba la falsedad, casi nunca hay consecuencias legales para quien mintió.

El México de las reformas igualitarias

Desde 1975, cuando el artículo 4º de la Constitución mexicana consagró por primera vez la igualdad entre mujeres y hombres, el país ha transitado un camino de reformas profundas para erradicar la discriminación estructural. En 2019, con la aprobación de la reforma constitucional de paridad en todo, se estableció en el artículo 41 el principio de paridad en la integración de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, y en los órganos autónomos, marcando un parteaguas histórico. Esta evolución alcanzó un nuevo punto culminante en diciembre de 2024, con la publicación en el Diario Oficial de la Federación de la reforma constitucional de igualdad sustantiva, impulsada por el gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum. Dicha reforma reforzó el artículo 4º al reconocer el derecho de toda persona a una vida libre de violencias y consolidó una arquitectura institucional con perspectiva de género en seguridad pública (artículo 21), en la distribución del poder político (artículo 41), en la persecución penal de los delitos por razones de género (artículos 73, 116 y 122), y en la prohibición de la brecha salarial (artículo 123). Estos avances, sin precedentes en América Latina, representan una respuesta legítima, estructural y urgente frente a siglos de exclusión de las mujeres.

La reforma de diciembre de 2024 realmente consolidó un nuevo paradigma, transitar de la igualdad legal a la igualdad real. Estos avances, aprobados por unanimidad en el Congreso de la Unión y ratificados por la mayoría de los congresos estatales, son el reflejo de una voluntad política sin precedentes. Gracias a ellos, hoy México cuenta con leyes más sólidas, estructuras mejor capacitadas y un discurso institucional que reconoce y combate la violencia contra las mujeres. Sin embargo, toda herramienta poderosa conlleva el riesgo de ser utilizada con fines espurios. Y ahí comienza el dilema.

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En este marco jurídico diseñado para proteger, emergen casos de abuso: personas que, con dolo, se presentan como víctimas de violencia de género con la única finalidad de perjudicar a terceros —frecuentemente figuras públicas o privadas en ascenso— ya sea en el ámbito profesional, empresarial o durante procesos electorales. Estas denuncias falsas, aunque estadísticamente mínimas, producen consecuencias devastadoras: paralizan instituciones, restan credibilidad a las víctimas reales y socavan la legitimidad del sistema de justicia.

En México, a diferencia de otros países como España, aún no existe una figura penal específica que sancione la denuncia falsa en materia de violencia de género, ni indicadores oficiales que permitan dimensionar su impacto. Es urgente completar el andamiaje legal para cerrar esta grieta: tipificar con claridad la denuncia falsa dolosa, establecer agravantes cuando esta ocurra en contextos de violencia de género, y desarrollar registros nacionales que permitan su seguimiento. Hacerlo no significa debilitar la protección a las mujeres, sino precisamente fortalecerla, evitando que una causa justa sea instrumentalizada como herramienta de venganza o control. Porque una acusación sin sustento también es una forma de violencia. Y frente a la justicia, la mentira nunca puede tener la última palabra.

¿Qué es una falsa víctima?

No se trata de quien se equivoca o malinterpreta una situación. Tampoco de quien no logra comprobar una agresión. Hablamos de personas que, con dolo, formulan una acusación falsa, buscando dañar a alguien más. Pueden alegar violencia física, amenazas, abuso emocional o incluso agresión sexual, sin que exista un hecho real que lo sustente. La intención no es protegerse, sino atacar.

Este tipo de denuncias afectan, por lo general, a una persona identificable. No son declaraciones abstractas. Van dirigidas a una pareja, ex cónyuge, colega, superior jerárquico, político rival o candidato en ascenso. Y muchas veces aparecen estratégicamente durante procesos judiciales por custodia, disputas por herencias o —más frecuentemente de lo que se cree— en plena efervescencia electoral.

No es coincidencia: la falsa acusación tiene un alto poder destructivo. En el imaginario social, toda denuncia de violencia de género se presume cierta de entrada. Y aunque esa presunción es necesaria para proteger a víctimas reales, también abre la puerta a abusos si no existen mecanismos eficaces para investigar y sancionar los falsos señalamientos.

Cuando la justicia se convierte en instrumento de ataque

El impacto de una acusación falsa es brutal, incluso si nunca se judicializa. Basta con que circule una versión, que se filtre un expediente, que algún medio dé cobertura antes de contrastar. De inmediato, la reputación de la persona acusada se desploma. Puede perder su empleo, su candidatura, su carrera pública o privada. Puede ser alejada de sus hijos por medidas cautelares preventivas. Y el estigma, en muchos casos, queda de por vida, aun después de probar su inocencia.

Además, cada denuncia, aunque sea falsa, activa protocolos institucionales: investigación ministerial, entrevistas, peritajes, intervención de equipos jurídicos. Es un gasto considerable de recursos públicos, que ralentiza el acceso a la justicia para las verdaderas víctimas. No es solo un acto de mala fe individual. Es una forma de sabotaje al sistema.

Y, sin embargo, México no tiene aún una figura jurídica clara para castigar este abuso. Tampoco existe un indicador oficial que dé cuenta del número de denuncias falsas en el país. El último dato confiable viene de 2019: de más de 168 mil denuncias por violencia de género, solo siete fueron clasificadas como falsas, según el INEGI. Pero este número no refleja la realidad, sino la falta de seguimiento. No hay auditorías, no hay registro nacional, no hay consecuencias.

El ejemplo español: castigos, no permisividad

En España, donde el marco legal para violencia de género es considerado uno de los más avanzados del mundo, sí existen figuras penales para sancionar este tipo de conductas. El artículo 456 del Código Penal establece que quien acusa falsamente a otra persona de un delito será castigado con entre seis meses y dos años de prisión si se trata de un delito grave, y con multa si es leve. El artículo 457, además, castiga la simulación de delito con una multa de seis a doce meses y considere usted que cada día se traduce en una cantidad económica determinada por el juez, según la capacidad económica del condenado.

Aunque los porcentajes de denuncias falsas siguen siendo bajos —según la Fiscalía General, solo el 0.01% del total entre 2009 y 2016—, el castigo es contundente cuando se comprueba dolo. Hay ejemplos notorios. Una mujer fue condenada a diez años de prisión por haber fingido ser víctima de secuestro y violencia de género para perjudicar a su expareja. Otra, modelo y ex pareja del futbolista Theo Hernández, recibió seis meses de cárcel por acusarlo falsamente de agresión sexual. Su mentira quedó desmontada por evidencia médica y testigos presenciales.

Estos casos no son muchos, pero muestran algo fundamental: el Estado sí actúa, incluso contra quien abusa de su sistema de protección. Y al hacerlo, envía un mensaje claro: proteger a las víctimas no significa tolerar la mentira.

México y sus vacíos: ¿por qué no sancionamos la falsedad?

En México, el Código Penal Federal contempla los delitos de falsedad en declaraciones judiciales (artículo 247) y de denuncia falsa (propuesta de artículo 248 bis). Pero en ninguno de estos casos se contempla expresamente la agravante de violencia de género. Las sanciones —que oscilan entre dos y ocho años de prisión y entre 100 y 300 días multa— aplican de forma genérica, sin atender a la gravedad del impacto que tiene una acusación falsa en este tipo de contextos.

A diferencia de España, México no ha legislado una figura penal específica. Tampoco existen registros oficiales que den seguimiento al fenómeno. Y eso provoca un círculo vicioso: como no se mide, no se visibiliza; como no se visibiliza, no se castiga; y como no se castiga, se repite.

Además, la impunidad se alimenta de un discurso binario: o se está con las víctimas, o se está en su contra. Esa lógica impide ver los matices. Es posible defender con firmeza el derecho de las mujeres a vivir sin violencia, y al mismo tiempo exigir que no se permita que esa lucha sea instrumentalizada para fines personales, políticos o económicos.

Cuando el daño es estratégico: política, elecciones y rivalidades

El uso malicioso de esta figura no ocurre solo en la intimidad de una disputa doméstica. Cada vez más, se presenta en el ámbito público: contra empresarios, funcionarios, líderes comunitarios, activistas o candidatos a cargos de elección popular. La estrategia es clara: sembrar la duda, frenar una carrera en ascenso, dañar sin necesidad de sentencia. Porque en el mundo mediático, muchas veces basta con la sospecha para destruir.

Durante procesos electorales —y esto ha ocurrido en distintos estados— es común que aparezcan acusaciones justo en los momentos de mayor visibilidad. Las redes sociales hacen el resto: el linchamiento digital es rápido, viral y pocas veces reversibles. Las medidas cautelares se aplican casi automáticamente, y la persona acusada debe luchar no solo en tribunales, sino en la opinión pública, donde la absolución suele llegar tarde… o nunca. Por eso es fundamental que el Estado mexicano no solo defienda a las víctimas reales, sino que construya también mecanismos de protección institucional contra el uso doloso de la ley.

Una propuesta para restaurar el equilibrio

México necesita cerrar el círculo. Para proteger a las víctimas verdaderas y garantizar justicia para todos, es urgente avanzar en una reforma legal y administrativa que aborde este fenómeno de forma directa y con seriedad. En primer lugar, debe tipificarse una figura penal específica para la denuncia falsa en materia de violencia de género, con agravantes cuando se realice en contextos judiciales, electorales o con clara intención de causar daño reputacional.

En segundo término, el Estado debe desarrollar un indicador nacional oficial, con seguimiento sistemático y auditorías externas, que permita dimensionar la magnitud de estas denuncias falsas, su frecuencia, resolución y patrones de comportamiento. Pero, además, se debe considerar la creación de un Registro Nacional de Personas que hayan sido legalmente declaradas como falsas víctimas, puede analizarse con alcance análogo al Registro de la Ley 3 de 3, que inhabilita a quienes han sido sancionados por violencia sexual, violencia familiar o deudores alimentarios para ocupar cargos públicos. Un registro de esta naturaleza, debidamente fundamentado, podría impedir el acceso a cargos de representación o posiciones de confianza a quienes hayan manipulado dolosamente el sistema de protección. Este instrumento no debe ser punitivista ni persecutorio, sino una medida de garantía institucional para evitar que se repita el abuso, restaurar la confianza en el sistema judicial y blindar a las verdaderas víctimas.

Para ello, es igualmente fundamental capacitar al personal ministerial, judicial y policial, para que puedan identificar cuándo una denuncia tiene visos de falsedad dolosa, sin criminalizar automáticamente a quien denuncia de buena fe. Finalmente, el Estado debe emprender campañas de información pública que visibilicen las consecuencias legales y sociales de presentar acusaciones sin sustento, al mismo tiempo que reafirmen el respaldo absoluto a quienes viven violencia real. La justicia, para ser justa, debe estar armada con verdad, con datos y con ética.

Solo así se podrá reconstruir la confianza en un sistema que, aunque bien intencionado, todavía tiene fisuras. La figura de la falsa víctima es una herida al sistema, una traición a quienes verdaderamente necesitan protección. México ha avanzado mucho en materia de derechos, pero si no aborda con seriedad esta distorsión, corre el riesgo de debilitar su legitimidad.

Conclusión: la lucha no puede ser un arma

La lucha por la igualdad no puede ser usada como instrumento para destruir a otros. México ha avanzado con determinación en la construcción de un marco jurídico que reconoce y garantiza la igualdad sustantiva entre mujeres y hombres. La incorporación de la perspectiva de género a nivel constitucional, la paridad en el acceso al poder, la prohibición de la brecha salarial y la creación de fiscalías especializadas representan logros históricos que responden a una deuda pendiente con las mujeres del país. Sin embargo, como ocurre en toda arquitectura institucional compleja, estos avances también pueden ser objeto de uso distorsionado. La figura de la “falsa víctima de violencia de género” revela una de las grietas más sensibles de este sistema: cuando se utiliza el discurso de los derechos para fines personales, políticos o económicos, el daño no es solo individual, sino sistémico.

Las denuncias falsas no representan la mayoría, pero sus efectos son desproporcionados: minan la confianza en las instituciones, distraen recursos públicos que deberían destinarse a víctimas reales, y lo más grave, desacreditan luchas legítimas por equidad y justicia. Además, se han convertido en herramientas de sabotaje profesional y político, especialmente contra figuras públicas o privadas con carreras en ascenso, con particular incidencia en contextos electorales. Y todo esto ocurre en un entorno donde no existen registros oficiales, ni tipificaciones penales específicas que sancionen con claridad estas acciones. A diferencia de países como España, donde la legislación contempla multas y penas de prisión para quienes denuncian falsamente, México aún carece de una respuesta normativa contundente.

La ausencia de un indicador nacional sobre denuncias dolosas por violencia de género no solo impide dimensionar el fenómeno, sino que debilita cualquier intento de enfrentarlo institucionalmente. Reconocer la existencia del abuso no significa negar la violencia estructural que enfrentan millones de mujeres; significa, al contrario, proteger la legitimidad de su lucha evitando que la mentira se cuele como atajo de poder o venganza. La justicia no puede ni debe ser instrumentalizada. Urge cerrar ese vacío legal, dotar al sistema de herramientas específicas y restaurar el equilibrio que permita, simultáneamente, proteger con fuerza a quien lo necesita y sancionar a quien manipula. Porque sin verdad no hay justicia. Y sin justicia, los derechos pierden sentido.