Uno de los efectos del poder sin contrapesos, de la sobreexposición mediática y de la personalidad autocrática es el síndrome de la infalibilidad, que de alguna manera todo empoderado padece y su terreno natural es el discurso, las expresiones como medida de la verdad y de lo que sucederá. Es el imperio de la certeza y su origen profundo está más en las creencias y muy poco en la razón. Las verdades reveladas absuelven y tranquilizan; la duda expone, preocupa y remite a un estado de orfandad, de abandono, pero también de búsqueda.
Los grandes dictadores han padecido del síndrome de la infalibilidad hasta que la realidad por la vía de la tragedia los ubica, no siempre, pero casi. Trump y López Obrador son ejemplo contemporáneo, y si continúa por esa misma senda, también la presidenta Sheinbaum. Efectivamente, la ausencia de contrapesos lleva a creer que el poder todo lo puede y más cuando se invoca una causa moralmente suprema, como aquello de que primero los pobres o el pueblo siempre tiene la razón porque goza de un talento innato. No se trata de que el pueblo es tonto, sino que el demagogo lo invoca como causa casi divina.
La presidenta Sheinbaum el pasado viernes cometió uno de sus mayores errores al ponerse a la altura de un abogado de narcos y sucedió precisamente por la creencia de que sus palabras todo lo pueden.
La modernidad acompaña a la incertidumbre, no porque en el pasado no existiera, sino porque el apremio por temas más inmediatos no daba ocasión para ocuparse en menesteres sobre el mañana. Ha irrumpido una nueva sociedad, una nueva visión del presente y futuro, así como del poder. La incertidumbre junto a la indignación se vuelve letal; en esta condición emocional es natural caer en la tentación de la interpelación populista, de aquél líder que actúa y se asume prodigioso, fuente de certezas, que todo lo sabe, que no se equivoca y que puede conducir a su pueblo por el desierto de la desazón de la vida cotidiana. No debe olvidarse que la indignación hasta en los asuntos personales es pésima consejera.
Por allí una persona con conocimiento natural de la sicología colectiva afirma, con acierto, que en México lo que más dispara el descontento es la frivolidad del gobernante, que el pueblo deja pasar hasta el abuso, la corrupción, la mentira y el engaño, pero no la frivolidad, especialmente vuelta espectáculo. Históricamente el mayor repudio es para los frívolos, el mayor reconocimiento para aquellos resueltos a mantener distancia de los excesos del poder. Esto nos ofrece una idea del ascendiente popular de López Obrador; no tanto por aquello de no mentir, robar ni traicionar, que difícilmente alguien cree, sino algo más a la vista: aparentar vivir en la sobriedad, en la modestia. Así, el decálogo de la presidenta Sheinbaum a sus correligionarios morenistas para llevar la vida en austeridad da en la diana. No es cuestión de ser sino de parecer. Sin embargo, el problema es la condición humana; no existe poder o amenaza que gobierne las pulsiones que llevan al exceso y boato, personificar a los fantoches en las palabras del líder moral. Evidencia existe, sobrada.
Se cree infalible porque se desprecia al que se distancia de las certezas que se invocan o aquél con actitud de dudar o criticarlas. Por eso la política ahora, como nunca, ha hecho de la exclusión del opositor objetivo necesario; también el embate que se presenta contra la libertad de expresión, fuente de duda y de inevitable cuestionamiento. De acuerdo con el código en curso no hay mejor opositor que el que se somete, no hay mejor crítico que el que aplaude. Un mundo cerrado en sus propias certezas, contrario a la realidad y la verdad.
Las mañaneras propician la idea de infalibilidad. Observarlas con rigor es como una suerte de evento religioso en el sentido de la prédica moral a partir de las certezas del proyecto. Condenas flamígeras al pasado y al que duda o se opone, y refugio que reconforta y alivia con la oferta de un promisorio porvenir. Valen las intenciones, no los despreciables y dudosos resultados. López Obrador en su momento y ahora la presidenta Sheinbaum son la única voz no del gobierno o del Estado, sino del país. Los demás, incluso en el ámbito de la comunicación privada, juegan el papel de reproductores pasivos de la prédica; razón del encono y el repudio a quien disiente.
El ataque a la libertad de expresión tiene por origen el síndrome de infalibilidad del gobernante.