Cada 28 de febrero, el mundo celebra el nacimiento de una de las plumas más queridas y frecuentadas: Monsieur Michel de Montaigne, el señor de la Montaña. Hay ciertos hombres que muy a pesar de vivir, como todos, una vida y un tiempo, parecen lanzar su voz y su aliento por encima de  los siglos. En lo personal, siempre he palpado la cercanía de Montaigne y le tengo por más familiar que a muchos vivos con los que me veo a diario.

Decía Orson Welles que así como otros abren la Biblia y reposan la vista en cualquier página al azar, así mismo abro yo mi Montaigne. Yo le imito desde hace tiempo y lo mismo hago con Horacio y con Virgilio, compañeros de viaje y privados míos desde que me los presentó, en una gastada edición de Aguilar, un vendedor de libros usados de la calle Donceles.

Montaigne fue abogado, yo pienso que a su pesar; ejerció como magistrado (ídem) y llegó incluso a ser Alcalde de Burdeos, su terruño. Amigo hubo sido de otro espíritu torrencial, una personalidad prístina e indomable como él, que tenía en la libertad interior su fortaleza y su castillo. Me refiero al autor del Discurso sobre la servidumbre voluntaria, el joven Étienne de La Boétie.

Quien sienta el placer de habitar rodeado de libros, así sea una vivienda modesta o así en un castillo encumbrado hasta las nubes, hallará en Michel una alma gemela. Lector vicioso e insaciable (sí, la lectura es un vicio y Séneca mismo reprobará que se ande de aquí para allá probando, como por una mesa de bacanal, los libros). Quien sienta cómo pesan los grilletes de la vida, que nos obliga a andar enmascarados y a rendir culto a los convencionalismos y a los oficios, sentirá que Montaigne le habla verídicamente y muy cercano al oído. En la pequeña biografía que sobre él escribió el maestro del género, Stefan Zweig, describe el sentir del Montaigne funcionario parafraseando al Hamlet de Shakespeare: “la petulancia de los cargos, el desvarío de la política, la humillación del servicio en la corte, el tedio del funcionario municipal”. Lo suyo eran los libros: “Mi biblioteca es mi reino y en ella gobierno absolutamente”.

Otro rasgo suyo que ejemplifica la finura de su sensibilidad, es su talante abierto y democrático. No encuentro mejor expresión del valor de la tolerancia que uno de los pensamientos que Montaigne apunta en los Ensayos: “No cometo ese error tan común de juzgar a los demás por lo que yo soy. No me cuesta creer cosa de ellos distintas a mi. No por sentirme hecho de un modo obligo a todos, como hace todo el mundo; y creo y puedo concebir mil maneras distintas de vivir; y al contrario de lo común, acepto mejor nuestra diferencia que nuestro parecido. No proyecto sobre el otro mi condición y mis principios, y lo considero simplemente en sí mismo, sin relacionarlo con nadie, revistiéndolo según su propio modelo”.

Cierro y digo: busquen a Montaigne y háganse sus amigos. Cuesta muy poco hacer amigos cuando a los buenos les falta algo. Verso de Horacio.