Mi querido paisano y respetado colega, Cipriano Flores Cruz, intelectual zapoteca, ha compartido recientemente una reflexión creativa al sostener que en la era del capitalismo global, en la que el estado-nación luce muy frágil, una relectura del papel de El Príncipe maquiaveliano es obligada.

En efecto, es un hecho notorio que, ante las intensas fuerzas desatadas por el neoliberalismo a lo largo de las últimas cuatro décadas, con todas sus ventajas y desventajas, uno de los retos más desafiantes para los gobernantes de hoy radica en hallar las claves para recobrar la autoridad del estado y hacer viable la conducción de la nación.

Empero, parecería que la acción de los príncipes contemporáneos hacia adentro de sus países es necesaria y prioritaria, incluso, a fin de recobrar la legitimidad y dirección efectiva, sólo que no luce suficiente.

Cierto es que, conforme con las enseñanzas de la historia, el Príncipe posmoderno también requiere reconcentrar energías; prever, operar y manejar la información; redimensionar capacidades frente a poderes formales e informales; aumentar los índices de fiscalidad, estatalidad, penetración y redistribución de recursos; asegurar disciplina y lealtad de sus cuadros y comenzar un proceso de resimbolización ideológica para fortalecer el reino.

Pero no es menos cierto que debe exhibir sabiduría al mantener y propiciar los equilibrios y realineamientos externos, no abrir a la vez múltiples frentes de batalla; calcular los cambios y recambios en los escenarios interestatal y global; y, desde luego, defender principios con sentido pragmático, no dogmático.

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En particular, y este es el mensaje que deseo subrayar, el Príncipe del siglo 21 está expuesto, como sus predecesores de la modernidad, a los vaivenes de la fortuna, coyunturas imprevistas o efectos indeseables, sólo que de manera multidimensional y mucho más dinámica.

Por ello, es claro que requiere instrumentos dúctiles para respaldarse en la percepción pública y la mayoría popular –comunicarse y hasta movilizarse– lo que no implica evadir, al menos no sin autorización expresa del propio común institucionalizado, las garantías jurídicas que la justificación de la justicia, el bien común o el bienestar general le motivarían a intervenir o reconstruir.

La incertidumbre, el riesgo o la fluidez de los eventos propios del contexto posmoderno pueden indicar que el Príncipe reordene o flexibilice legados institucionales que no se auto-adapten a los nuevos tiempos, salvo que debería implementar tales decisiones dentro de los límites del propio estado constitucional que dialécticamente funciona como modulador del proceso de transformación.