La vulnerabilidad de la democracia es un rasgo que la ha caracterizado desde que iniciara como régimen político; tanto la historia como el pensamiento político han dado cuenta de ello a partir de que surgiera en la antigüedad, y advirtiendo de su posible degeneración en demagogia. También del resto de las formas de gobierno, se declararon proclives a mudar hacia sistemas que los desfiguraron: la monarquía en tiranía, la aristocracia en oligarquía.

Pero la democracia ha sido singularmente endeble, penosamente se mostró que de ella podrían derivar tanto el fascismo como el nazismo y, de una forma más encubierta, el populismo, de modo que los regímenes democráticos han vivido amenazados y no ha sido extraño que, bajo su amparo, surjan sistemas de carácter autoritario.

La experiencia de tales transmutaciones en la etapa previa a la segunda guerra mundial fue brutal, en tanto significó no sólo la degradación de la política, también implicó la vulneración de los derechos humanos, así como violentar la vida misma de los ciudadanos, sus libertades y privacidad. De forma sorpresiva, tanto Italia con el fascismo, como Alemania con el nazismo, mostraron que desde regímenes democráticos y con la aprobación de amplias mayorías era posible llevar a la práctica un proceso de reconversión hacia sistemas autoritarios que pretendían simular su real naturaleza bajo la fachada republicana.

Se pretendió que entre el socialismo y la democracia liberal-parlamentaria, existía una opción que superaba las respectivas limitaciones de aquellas, en una perspectiva que reconstruía nexos entre el pueblo, la nación y el líder político; conforme a esa nueva ecuación, los partidos y parlamentos quedaban desalineados, dislocados y terminaban por ser obsoletos; el legado proveniente de la Revolución francesa, en cuanto a los derechos del hombre y del ciudadano, fueron encuadrados en una visión burguesa que ahora sería superada por el concepto de pueblo a través del cual se reivindicaba una parte de él, considerada legítima y válida y, en consecuencia, se recelaba y combatía a la contraparte que, consecuentemente, resultaba ilegítima y que debía ser combatida. La polarización fue la consecuencia y fundamento de tal enfoque.

Por eso la tendencia de hablar del pueblo auténtico, del pueblo trabajador, del pueblo noble (del pueblo sabio en el caso de López Obrador). De esa forma se prefigura que el otro fragmento no considerado en el primer grupo, deja de ser, prácticamente, pueblo. Así sólo hay un pueblo verdadero y sólo una relación resuelta de éste con su líder, por lo que no requiere de otras instancias de intermediación o representación. Dentro de esa visión no resulta casual que el expresidente Andrés Manuel López Obrador haya tomado como suya la expresión de Hugo Chávez “… yo ya no me pertenezco… pertenezco al pueblo…”

Una de las palabras más reiteradas en el nazismo fue la de pueblo, a través de ese concepto se construyó buena parte de su ideología, pues en el otro lado de la moneda se encontraba a los que se debería combatir y hasta exterminar: los judíos, ajenos a la identidad que provenía de la raza aria. De ninguna manera es una extraña coincidencia que tanto el fascismo como el nazismo combatiera y declarara ilegales a los otros partidos, pues si tanto Mussolini con el 64.83% de los votos que el Partido Nacional Fascista obtuvo en abril de 1924, como Hitler con el 89.9% de los votos que lo respaldaron en el plebiscito de 1934 para ser designado como Führer y Canciller del Reich, asumieron respectivamente su mandato como expresión -y podría decirse fusión- con la voluntad del pueblo.

En tales circunstancias el papel de la oposición resultó inocuo; por su lado, el partido en el gobierno dejó de ser una fuerza política que disputaba el poder con otras formaciones, en tanto éstas resultaban extrañas a las preferencias del pueblo; el partido en el gobierno se convirtió en partido de Estado y en aparato organizador del gobierno, en el marco de una lógica en donde resultaba natural la desaparición de los otros partidos, pues la idea de pluralidad política se encontraba fuera de contexto.

El fascismo construyó un Estado corporativo, en tanto el nazismo mantuvo formalmente la constitución de Weimar, aprovechando su gran legado social, especialmente su visionario sistema de pensiones, pero derruyó su institucionalidad democrática. Desde la cancillería hitleriana, en 1933 cobró impulso la reforma constitucional que le permitió a éste legislar durante 4 años sin el consenso Congreso en lo que se denominó Ley para la supresión de la miseria del pueblo, y que se conoció como Ley de Poderes, en tanto permitía emitir leyes al margen de la orientación inserta en la constitución y de los tratados internacionales. Después vino una reforma judicial y una relativa a la ilegitimidad de los otros partidos.

Con ese paquete legislativo y de atribuciones hacia el gobierno, el nazismo se apoderó del Estado y fortaleció su dominio; siempre, eso sí, ocupado de establecer políticas y programas que brindaran respaldo social, especialmente a los familiares de los combatientes de la guerra, así como otras medidas de beneficio a grupos específicos. La constitución de Weimar se mantuvo, pero fue desfundada.

Parece que ese recuento permite encontrar pistas de semejanza con lo que proclama el gobierno y sus aliados cuando aquí en México hablan de cambio de régimen; desde luego, no una alternancia. Sí, un cambio de régimen, que mira hacia un traslado que abandona el trayecto que se había edificado para la transformación democrática del país y que se diferencia de él en cuanto orienta sus esfuerzos a partir del andamiaje y de las pistas que en su momento diseño el nazismo y los regímenes populistas-autoritarios.

Ya se anuncia la propuesta de una reforma político electoral por parte del gobierno. Nuevamente se trata de una línea que aconsejan el fascismo y el nazismo en la ruta de debilitar y diezmar a la pluralidad política del país y fortalecer la columna que identifica al pueblo con la líder (la presidenta) y que resuelve la intermediación política a través de un solo partido.