Una de las grandes promesas de internet era democratizar el conocimiento. Y en cierto modo lo logró. Hoy cualquier persona con un teléfono puede acceder, en segundos, a investigaciones de Harvard, documentos de la ONU o manuales quirúrgicos del Instituto Karolinska. Pero —porque siempre hay un “pero”— esa misma puerta abierta al saber también dejó entrar a legiones de charlatanes, opinólogos compulsivos, conspiranoicos certificados y gurús de pantalla con más filtros que argumentos. Bienvenidos a la era del empoderamiento de la ignorancia.

Porque si algo ha logrado internet, es que cualquiera pueda opinar sobre lo que sea, sin importar si tiene la menor idea del tema. ¿Tienes tres seguidores y un perro con Instagram? Ya puedes dar consejos sobre nutrición canina, compartir recetas milagrosas y denunciar conspiraciones farmacéuticas... Todo en el mismo reel de 60 segundos, con musiquita alegre de fondo y voz de inteligencia artificial que te habla como si fueras un niño de primaria.

¿El resultado? Un exceso de información en la que la verdad, paradójicamente, se ahoga. Porque el algoritmo no premia el rigor, premia la emoción. El que grita más fuerte parece tener razón, aunque esté diciendo barbaridades del tamaño de una catedral. El que se toma el tiempo de documentarse, verificar fuentes y matizar su opinión… Ese se pierde entre la marea de bailecitos y afirmaciones lapidarias. Porque la verdad no siempre tiene buena edición ni voz seductora. A veces está escondida en un PDF de 40 páginas que nadie quiere leer, porque “no tiene subtítulos y está muy largo”.

Hace unos días, vi un video donde un supuesto “entrenador de perros” recomendaba dar una cucharada diaria de miel en ayunas como si se tratara de un superalimento milagroso. Y en los comentarios, otra persona advertía que eso podía causarle diabetes al perro. Ambos hablaban con una convicción digna de Premio Nobel, sin fuentes, sin contexto, sin nada. Solo “porque pueden”. Y lo más preocupante: miles de personas los ven, los creen y los siguen.

Ese es el precio de la libertad digital: el mismo internet que nos da acceso a lo mejor del conocimiento humano también nos lanza a la cara consejos sacados del trasero. La verdad se volvió una opción más en el menú. Una que compite con mitos, creencias, bulos y anécdotas elevadas a categoría de dogma.

Las columnas más leídas de hoy

Y no es solo en salud o ciencia. Es en todo. Política, historia, relaciones, geopolítica, crianza, educación, economía. Todos opinan de todo. Como si tener acceso a Google fuera equivalente a tener una carrera universitaria y años de experiencia. Como si leer un hilo de Twitter bastara para desmontar siglos de pensamiento.

No me malinterpreten: no estoy defendiendo élites del conocimiento ni pidiendo que regrese la censura ilustrada. Lo que digo es que hemos confundido la libre expresión con la autoridad. Y eso nos está saliendo caro. Porque cuando todo se vale, todo se pone en duda: desde la efectividad de las vacunas hasta la redondez de la Tierra.

Quizá sea momento de asumir que la era digital no solo democratizó el conocimiento. También democratizó el disparate. Y en ese nuevo campo de batalla, la verdad ya no se impone por su lógica, sino por su engagement.

Así que, sí: es agotador. Pero aquí estamos, intentando distinguir entre lo que es cierto, lo que parece cierto, y lo que simplemente tiene buena iluminación y un fondo musical pegajoso.

X: @Renegado_L