Hace apenas unos meses, parecía impensable que la entidad más poblada del país se convirtiera en el epicentro de un drama cuyos rostros, en su mayoría jóvenes, se pierden sin dejar rastro. Hoy, el Estado de México ostenta un nuevo “mérito”: encabezar la lista de desapariciones en 2025, con 882 casos —en un lapso de apenas 136 días— reportados oficialmente como “desaparecidos y no localizados”. (*)
No se trata de un titular alarmista; son datos fríos, extraídos del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas, que describen con crudeza el abandono institucional al que se somete a las juventudes de esta entidad. Cuando la cifra más alta supera incluso a la de la Ciudad de México, Sinaloa, Michoacán y Sonora, sabemos que no estamos frente a un fenómeno aislado, sino ante la manifestación más cruda de un sistema que falla en su misión básica: proteger a quienes deberían ser su futuro.
Si miramos los municipios que concentran la tragedia —Ecatepec, Nezahualcóyotl, Naucalpan, Toluca y Cuautitlán Izcalli—, vemos territorios enteros convertidos en laberintos de incertidumbre. Pero el problema no basta con poner el reflector sobre ciertas demarcaciones; el verdadero escándalo surge al comparar estos números con los de la administración anterior. (*)
Entre el 16 de septiembre de 2017 y el 16 de mayo de 2019, el gobierno anterior registró 449 personas no localizadas en sus primeros 18 meses de gestión. Hoy, bajo Morena y con Delfina Gómez al frente del Ejecutivo mexiquense, esa cifra se ha disparado a 3,654 en el mismo lapso. ¿Cómo explicar un aumento de casi 900 % en desapariciones? (*)
Los defensores del actual régimen pueden alegar que la inseguridad se hereda, pero los datos muestran que, en lugar de contener el problema, se exacerbó bajo la actual administración. Los números no mienten: hablamos de un promedio de 182 jóvenes desaparecidos al mes, casi seis diarios, víctimas cuyo rostro muchas veces no alcanza la atención mediática que merecen.
Peor aún, el perfil demográfico de las víctimas deja al descubierto una verdad dolorosa: el 48 % de quienes se reportan como desaparecidos tienen entre 15 y 34 años. Son adolescentes que deberían transitar sin miedo de las aulas a los espacios culturales, jóvenes cuyo programa de vida, en teoría, apenas comienza. ¿Dónde quedó esa promesa de “jóvenes construyendo el futuro”? Esos programas, más que un verdadero sostén social, han sido eslogan vacío; mientras tanto, la ruta que muchos toman no es la de las oportunidades, sino la del peligro latente. (*)
Al preguntarnos dónde está la seguridad o cuáles son las políticas de recuperación del tejido social, la respuesta se ahoga en la indiferencia oficial: los recursos destinados para erradicar este flagelo siguen siendo testimoniales. Con apenas 15 millones de pesos asignados al Fondo Estatal para la Desaparición —un 1 % del presupuesto de la Consejería Jurídica—, la pregunta no es retórica: ¿Realmente podemos creer que así se puede enfrentar un fenómeno que se come la esperanza de las familias?



Y, en medio de esta crisis silenciosa, ¿dónde están las políticas públicas innovadoras que prometieron cambiar el panorama? No basta con gestionar crisis tras crisis, como si cada desaparición fuese un zafarrancho que se resuelve con un boletín de prensa. Más allá de los números rojos, nos enfrentamos a un problema sistémico: la falta de prevención.
¿Qué estrategia existe para intervenir espacios vulnerables antes de que los jóvenes caigan en las redes de la delincuencia o se conviertan en objetivo de la trata? Porque regalar transferencias económicas no es política de bienestar; es parche momentáneo que no construye redes de cuidado. La construcción de comunidad —esas iniciativas que empoderan a los jóvenes, fortalecen el tejido vecinal y promueven la cohesión social— ha quedado en el discurso, mientras la dignidad de miles se consume en la impunidad.
Es imposible obviar el contexto nacional: los hornos crematorios clandestinos descubiertos en Jalisco son una mancha que nos recuerda que, más allá de la estadística local, existe una red de violencia que trasciende fronteras estatales.
El Estado de México no puede erigir muros simbólicos para decir “no es nuestro problema”; somos parte de un país cuyas estructuras de seguridad y justicia se resquebrajan mientras prometen reformas superficiales.
Aquí, más que nunca, hace falta un contrapeso ciudadano que exija transparencia, rendición de cuentas y, sobre todo, resultados concretos. No podemos seguir permitiendo que las sombras de la indiferencia crezcan al compás de la negligencia oficial.
Si algo deja claro este sombrío panorama es que no hay excusa para la inacción. El gobierno de Delfina Gómez necesita más que declaraciones grandilocuentes: requiere una ruta clara que articule a las fiscalías, a los colectivos de familiares, a los organismos civiles y a la sociedad en su conjunto.
Cada día que pasa sin un plan robusto de prevención y búsqueda se convierte en una condena para quienes han sido arrancados de su entorno. No basta con llorar sobre la leche derramada; es momento de exigir un cambio real, de transformar la indignación en acciones que acerquen a los desaparecidos con sus seres queridos. Porque detrás de cada cifra hay un grito silenciado, una familia que no duerme y un clamor de justicia que, si no se atiende con urgencia, seguirá sufriendo el agravio de la desidia institucional.
* Información del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas
Alberto Rubio Canseco en X: @Alberto_Rubio