IRREVERENTE
Mérida, Venezuela.- Alejados en un viaje relámpago de la Patria -por motivos que luego les platicaré- estuvimos menos días de los que hubiéramos querido, en este país que cambió su nombre debido a la mente calenturienta de Hugo Chávez y que ahora se llama “República Bolivariana de Venezuela”.
Aquí, en la ciudad homónima de la capital de nuestra “Hermana República de Yucatán”, les narro uno de los poquísimos defectos de esta gente noble, amistosa, alegre y bien segura de sí mismos, que son los meridanos venezolanos, porque también tenemos a los mexicanos.
A diferencia de los meridanos venezolanos, los caraqueños se han vueltos medrosos, miedosos, temerosos y asustadizos.
Y no es para menos con el régimen de terror que ha impuesto el que era chofer de Chávez y que hoy es su “presidente”, Nicolás Maduro.
Aquí en la Mérida venezolana, nos topamos con una vetusta plaza de toros repintada en ciertas partes con el amarillo de Neruda, que vive en estos días el preámbulo de los carnavales, haciéndole los honores a la la mal llamada “fiesta brava”, que no es ni fiesta ni brava.

Unos, todavía –para desgracia de ellos y de muchos más– siguen haciendo acá la apología perversa de esas corridas domingueras de las 5 de la tarde, donde las nada poéticas y sí vulgares coplas manchadas de sangre y arena, recitan pasodobles tocados desafinadamente por bandas de panzones que contrastan sus “figuras” con las de los figurines que parten plaza desfilando y contoneándose femeninamente cual si fueran modelos de pasarela, en el paseíllo inicial, al lado de caballos, cabestros y una que otra mula y burro disfrazados con pantalones, petos, sombreros y orejeras –estos– y untadísimos leggins, espadas, banderillas, capotes, rejones, cuchillos de matancero, monteras, coletas, muletas, zapatillas y medias raídas de bailarina de ballet de carpa, los otros, los toreros.
La barbarie animal a todo lo que da, donde unos “animales” fantochamente ataviados con sus vestiditos mal llamados “de luces” –porque una despistada luciérnaga diurna alumbra más que ellos– alardean de su “valentía” de bulbos y transistores, mientras martirizan a los ya moribundos toros para enardecer a las tribunas pletóricas de eufóricos villamelones, que aplauden y gritan desaforados agitando pañuelillos blancos con los que a hurtadillas se limpian los mocos, presumiendo en boca puros que se fuman sus pulmones, tocadas sus cabezas de ridículos sombreros de ala media –ellos– y las de ellas con los mismos pero de ala larga o alilla corta o con mantillas y peinetas compradas en Waldos, bebiendo y escupiendo a escondidillas –las unas y los otros– rancios vinos de sus botas pellejudas que no llegan ni a chancletas.
Y chillan las tribunas ante la cogida que el toro le pega al primer torero de la tarde, que corre cojeando a esconderse en el burladero con su tutú rasgado, chin… y era el único que le quedaba visible.
Se malogra así el primer tercio de varas, que es cuando el toro entra al ruedo para ser probado en su bravura por el del tutú de bailarina de ballet y los banderilleros con las requeridas tandas (“series de pases”) con el capote.
Y cómo no va a salir bien bravo el pobre animal, si antes de que den el cornetazo del “primero de la tarde” lo tienen muriéndose de hambre, sed y amarrado de sus “cataplines” o “baidots”.
Más que bravo, sale encabronado.
Entran después los picadores botijones, tocadas sus cabezas con los infames sombreros calañeses que los protegen en caso de una caída.
Con sus piernas izquierda o derecha –según sea el caso– cubiertas de hagan de cuenta hojalata para protegerlos de las embestidas de los bureles, mientras los pobres caballos sufren la gota gorda al cargar a semejantes barriles de más de 100 kilos, que con sus varas castigan al toro inmisericordemente hasta que lo hacen otra vez sangrar.
Estos cabrones armados de lanzas con puyas de acero, pican al toro detrás del morrillo, la joroba musculosa del animal, y dejan marcas en el animal para que el “matador” le clave su espada mortal.
De ahí en adelante el toro mantendrá su cabeza baja por el resto de la “faena”, debido a la combinación de pérdida de sangre y la fuerza ejercida para levantar al caballo “ciego” con cuello y cuernos.
Recuerden que a los caballos les tapan los ojos, que si no, los méndigos picadores saldrían volando.
En suma hasta ahora, los picadores dejan al toro bien blandito para que el muy mamón del torero se contonee peor que modelo de pasarela, presumiendo “su valentía”, mientras el enardecido y enrarecido público aplaude rabiosamente.
En la masacre sigue el turno de los banderilleros, también ellos con sus ternos untados que en vez de ser comprados en El Palacio de Hierro como los de los “matadores”, estos se consiguen en ciertos puestos de La Lagunilla o en Tepito, tratándose de corridas “mae in México”, of course. También los hay de segunda mano en los mercados de pulgas.
El llamado de la corneta del conato de músico sopla pitos, anuncia el irremediable y necesario cambio de suerte, después de darle tiempo al primer bailarín de ballet a que se reponga de la cogida que le dieron y después de que sus subalternos le hubieron cosido el tutú para que no vuelva al ruedo mostrando sus miserias. De todos modos va a mostrarlas con la muleta, pero no las íntimas suyas.

Estos batos salen a escena después de que el presidente de la corrida agita su pañuelo blanco, igual al de los villamelones de las tribunas.
En este tercio, los tres banderilleros tienen que poner dos pares cada uno en los hombros del toro. Las banderillas debilitan y enfurecen al toro, haciendo que embista de forma más fiera. El ballerino ve esto y les pide a sus subalternos que no la jodan, que no le calienten más al toro, joder…
Algunas veces el del tutú coloca sus propias y el mínimo a clavar es de cuatro, siendo seis el máximo permitido.
El tercio de muerte se da otra vez previo permiso del del pañuelo blanco, que ya para entonces anda hasta la madre del vino de su pellejuda bota y sin quererlo a veces agita un paliacate.
Aquí, el del tutú entra a la arena con su muleta y brinda a algún político u oligopolista empresario la muerte de “su” toro. Le avienta la coleta y espera que se la regresen al final con una lana.
El “matador” realiza pases al toro moribundo ya de tanta sangre perdida.
Todos esos pases tienen nombre: “Carnicería Ramos”, “Carnes San Juan”, “Carnicería Cantú”, “el lavadero”, “el Remate del Depresivo” o “del Desdén”, “el Redondeo”, “el Oxxo”, “el Seven7″, en fin, un montón de nombres bien “originales”.
Aquí es donde se ven las peores muestras de mamonería del del tutú, al tirar a veces displicentemente la muleta y pegar su cabeza a la del toro, que apenas puede sostenerse en pie, como burlándose del noble animal.
Y que se tira a matar, y que el güey falla una, otra y una vez más, hasta que el del pañuelillo en las tribunas ordena al pita pitos que le avise que ya, que se la está bañando y clava por enésima vez su espada entre las costillas del toro, que vomita sangre de sus pulmones y como sigue de pie, tambaleante recibe del tablajero de la plaza una traidora puñalada en el cuello que lo hace rodar por la arena, mientras los más villamelones agitan sus pañuelillos moquientos pidiendo orejas y rabo o de perdido, el indulto.
CAJÓN DE SASTRE
“Pobres animales”, dice la irreverente de mi Gaby... aunque no especifica a cuáles se refiere...
Plácido Garza en Twitter: @PlacidoGarza