Desde 1993, el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari comenzó a perderse en su propio laberinto sucesorio, cuestión que terminó en una tragedia para el país. Una guerrilla en Chiapas, un magnicidio nunca esclarecido, el también asesinato de Estado de José Francisco Ruiz Massieu y la posterior quiebra del sistema bancario del país, el cual todos los mexicanos seguimos pagando al día de hoy, y sabe Dios por cuánto tiempo más.

Los engaños, las falsas señales, en fin, un juego sucesorio del clásico “dedazo presidencial” al son del clásico en política mexicana en ese rubro de ‘engañar con la verdad’, pero llevado a límites de crueldad e intrigas palaciegas tanto tóxicas como innecesarias, con dos protagonistas más visibles que los otros: el malogrado Luis Donaldo Colosio, a la sazón secretario de la flamante Sedesol, y el jefe del entonces departamento del Distrito Federal (Regente), Manuel Camacho Solís, hoy también ya fallecido.

Camacho se pensaba con más posibilidades, lo mismo que su gente, y Salinas le aventó una cubetada de agua helada el 20 de noviembre de ese mismo 1993, en el palco presidencial de palacio nacional, con motivo del desfile cívico conmemorativo a la Revolución Mexicana: “De eso ya se encargará el candidato, Manuel”, le habría espetado sin más, a lo cual Camacho, amigo cercano de décadas del presidente (a diferencia de Colosio) no se quedó de brazos cruzados y solicitó audiencia con Salinas en la entonces residencia oficial de Los Pinos. La reunión se llevó a cabo el siguiente día 22 (un lunes), donde le expuso, no tan veladamente, porque a su propio juicio debía ser él el ungido.

Esa misma tarde, vía la red presidencial, el entonces titular de Gobernación, José Patrocinio González Blanco Garrido, convocaba a una cena en su casa a lo más selecto del gabinete y ahí dejaría el presidente señales de vil engaño, haciendo creer a todos, más aún al propio Camacho, que él sería “el bueno”. ¿El motivo?: El temor de Salinas a que, en su última comparecencia ante el Congreso como regente de la Ciudad capital, Camacho Solís se ‘autodestapara’; se fuera por la libre anunciando su renuncia al cargo para buscar la postulación presidencial dentro del partido de Estado (PRI), con lo dicho en la reunión calmó pues a Camacho, dándole esperanzas (¿certezas?) falsas.

La cena/trampa surtió efecto y Manuel Camacho no se movió “para evitar el no salir en la foto”, como rezaba la máxima sucesora de aquellas décadas. Lo hizo sí, a posteriori, con el famoso “berrinche”. Su renuncia al cargo, su nombramiento como canciller y el posterior encargo envenenado como comisionado para la paz en Chiapas. Lo que se sucedió a continuación es triste historia por todos conocida, pero cabe una pregunta: ¿de haber sido Camacho más osado en aquella comparecencia, habría cambiado la historia del país, se habría roto con la liturgia del dedazo, dando un pasito a la democratización del partido y también, de manera más gradual, del país? Lamentablemente, nunca lo sabremos, ya que en palabras del ya desaparecido profesor Hank González, “la palabra hubiera es la conjugación tonta del verbo haber”.

En lo personal, siempre he pensado que Manuel Camacho entendía mejor el panorama político del país, y que de haber sido presidente (1994-2000) habría dado un importante paso sí, a la transición democrática, pero con mucho más tiento con el que Ernesto Zedillo actúo, es decir, teniendo bien presente que en la entonces oposición no existían los cuadros aún preparados para una alternancia en la presidencia, siendo los tristemente recordados sexenios de los panistas Vicente Fox y Felipe Calderón.