“No hay nada repartido de modo más equitativo que la razón: todo el mundo está convencido de tener suficiente”. Leí en internet que eso lo dijo Descartes. Podría ser una frase pronunciada por alguien más, pero de que son palabras sabias, lo son. Explican por qué es tan difícil convencer de la relevancia de una idea a quien se ha convencido de lo contrario.

Entrevistada en junio de este año por por Jude Webber, del Financial Times, Claudia Sheinbaum dijo lo siguiente: “No hay necesidad de cambiar de dirección. El presidente tiene muy claro a dónde va, y estamos con él”.

La jefa de gobierno de la Ciudad de México está convencida de que es correcto, y además necesario para México, el proyecto de gobierno de Andrés Manuel López Obrador.

Sin duda, el pensamiento de Sheinbaum lo comparten muchas personas, millones en nuestro país.

Pero, desde luego —no podía ocurrir de otra manera—, sobran hombres y mujeres, sobre todo en los sectores periodísticos e intelectuales, que opinan lo contrario; se trata de gente convencida de que la 4T, por decir lo menos, es un riesgo para la seguridad nacional, tal como lo expresa este viernes, en El Financiero, el economista Macario Schettino.

En lo personal me parece una tontería lo expresado por ese articulista, quien, para la mayor vergüenza de mi alma mater, es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Queda claro que los maestros del Tec han perdido seriedad, pero esto valdría la pena analizarlo en otra ocasión.

Javier Treviño, un crítico serio de AMLO, me dijo que Harry S. Truman —trigésimo tercer presidente de Estados Unidos— sentía pena al pensar en su sucesor, el general Dwight D. Eisenhower. Las sorpresa que se iba a llevar este militar al llegar a la Oficina Oval, que es la sede de la presidencia estadounidense, cuando empezara a ordenar a sus subordinados, acostumbrado a la disciplina militar: “Haz esto, haz esto otro”. Y nada pasaría. Porque, recuerda Treviño, el poder del presidente es el poder de persuadir y convencer a sus colaboradores, no de ordenar.

Es verdad: el gobernante debe convencer, desde luego al pueblo que lo eligió, pero también —y sobre todo, si realmente pretender lograr sus fines— al equipo de expertos que elija para acompañarlo en la compleja tarea de la administración pública.

¿Es posible convencer de los beneficios de un programa o una obra de infraestrucutra a quienes están convencidos de que no funcionan? Sí, si se trata de gente no fanatizada. Si Schettino piensa que AMLO es el mayor riesgo para la seguridad nacional, evidentemente nada de lo que haga el presidente lo convencerá de abandonar esa idea. Tal columnista de El Financiero, como decenas de sus colegas, ha caído en el fanatismo.

Alguien más objetivo, como el citado Javier Treviño —o como su jefe en el Consejo Coordinador Empresarial, Carlos Salazar—, antes de descalificar cualquier propuesta del presidente López Obrador, la analizará, y si le parece adecuada en alguno de sus términos, lo reconocerá.

El problema para las personas que trabajan o viven en ambientes en los que predominan intereses contrarios a la 4T es que, si con racionalidad ven lo positivo de algún proyecto de AMLO, son acusados de traidores.

Sé que a Carlos Salazar, dirigente empresarial que busca ser objetivo, alguna vez en una juego de futbol en Monterrey, en la zona a la que asisten los hombres y las mujeres de negocios más importantes, alguien se le acercó y le gritó: “¡Traidor!”. La supuesta traición había consistido en acudir a una conferencia de prensa mañanera a manifestar su acuerdo con un programa de inversiones planteado por Andrés Manuel.

Bien entendida su función, el objetivo de un líder empresarial debe ser que el gobierno genere condiciones para la inversión. Es decir, Salazar cumplía con su obligación, pero la ideología —que no pocas veces lleva al fanatismo— generó que una persona lo considerara traidor a la causa de la derecha.

Supongo que la señora Weber, del Financial Times, buscó a Sheinbaum el pasado mes de junio para entrevistarla porque la Ciudad de México había sido reconocida en “el primer lugar para la inversión extranjera en América Latina para 2021-22 en una encuesta de Ciudades de las Américas del Futuro” realizada por una empresa de ese diario británico tan influyente.

¿Por qué colabora una científica como Claudia Sheinbaum con un político tan heterodoxo como AMLO? Porque el actual presidente, cuando hace años la invitó a colaborar, la convenció de las bondades de su proyecto. Y, conociendo cómo son las cosas en la 4T, ella se mantiene firme en su posición porque Andrés Manuel la convence a diario, con argumentos, del rumbo a seguir.

Una mujer entrenada en el razonamiento objetivo, es decir, acostumbrada a debatir o a dialogar con tesis basadas en teorías y evidencias —es lo que se hace en la ciencia— no estaría ahí si no aceptara la validez de los puntos de vista de AMLO, quien seguramente en no pocas ocasiones se ha dejado convencer por las razones de ella, que para el presidente deben tener una credibilidad mayor que las de otras personas del equipo, ya que la actual jefa de gobierno no está en el movimiento por haber buscado, desde siempre, el poder político, sino que fue invitada por el ahora presidente por su conocimiento técnico; si esto la llevó, con el paso de los años, a destacar en la política, pues... de plano es otra historia.

Los políticos, sobre todo los de corte más tradicional —como Ricardo Monreal— no son tan confiables para AMLO porque a ellos los mueve la ambición. Por eso son políticos. Sus juicios, entonces, pueden no estar basados en el análisis imparcial, sino en sus propios intereses.

Como en cualquier equipo de gobierno, hay políticos ambiciosos y personas que colaboran por simple —y hasta romántico— deseo de trabajar por el bien de la sociedad. Sheinbaum no es la única. Alfonso Romo tuvo un cargo en el gobierno —y ahora, desde su vida privada, continúa apoyando a AMLO— no por ganas de avanzar en la política, sino porque estaba convencido de que Andrés Manuel era el presidente que México necesitaba en el actual momento histórico. Es el caso de Tatiana Clouthier, secretaría de Economía, y de la ministra Margarita Ríos-Farjat.

En esa lista debo incluir a Jesús Ramírez, vocero presidencial, con quien he tenido diferencias, y a Jenaro Villamil, responsable de los medios públicos, con quien me llevo mejor; son dos periodistas que, cuando AMLO termine su gobierno, volverán a los diarios a trabajar como lo han hecho toda su vida. Si Ramírez y Villamil están ahí, se debe a su deseo de hacer algo por el país. Otros comunicadores, como Epigmenio Ibarra, Rafael El Fisgón Barajas y Pedro Miguel, quienes colaboran con la 4T sin estar en la estructura gubernamental, lo hacen por simple idealismo.

Todos los mencionados y todas las mencionadas son gente convencida porque Andrés Manuel les convenció y a diario les convence en un diálogo interesante y a veces fuerte que mantienen con el presidente. Lo opuesto también es cierto: se trata de personas que llegan a convencer a AMLO de cambiar su opinión con juicios bien estructurados e informados.

Si hay millones de mexicanos y mexicanas que creen en la 4T se debe a que AMLO trabaja con gente convencida, pero a la que, sin duda, tiene que convencer a diario, ya que si no lo hace, se lo reprocharán.

Así no eran las cosas en el priismo, sistema en el que era fundamental la disciplina casi militar disfrazada de lealtad. Tampoco era así la toma de decisiones en las presidencias panistas, una de ellas, la de Vicente Fox, absolutamente desordenada por la desidia del gobernante, y la otra, la de Felipe Calderón, autoritaria e ineficaz porque el esposo de la señora Zavala imponía sus criterios en el gabinete a gritos y sombrerazos, tipo acomplejado porque, así me lo parece, creció inconforme con su estatura física, trauma que jamás superó.