Dime de qué presumes y te diré de qué careces.<br>

Dicho popular

Con dinero y sin dinero<br>Yo hago siempre lo que quiero<br>Y mi palabra es la ley<br>No tengo trono ni reina<br>Ni nadie que me comprenda<br>Pero sigo siendo el rey<br>

José Alfredo Jiménez

¿Baluartes de la democracia?

Cuando se confirme la victoria de Joe Biden —es una simple cuestión de tiempo—, todo apunta a que Donald Trump habrá resultado ser un mal perdedor en las elecciones más concurridas de la historia de los Estados Unidos.

Pero acá, de este lado del Río Bravo, siempre cantamos mejores rancheras. AMLO —ganando las elecciones presidenciales del 2018, también con la mayor concurrencia de votos ciudadanos en el devenir de nuestro país— resultó aún peor ganador.

Aprovechándose de la inexperiencia de las nuevas generaciones de jóvenes que apenas incursionan en la participación política (esto es, que tienen 18 años o una edad muy cercana a esa), de la miopía de muchos otros millones de ciudadanos mexicanos y norteamericanos y de la memoria bastante corta que suele caracterizar a la humanidad viviendo en sociedad, ambos personajes se vanaglorian de ser baluartes de la democracia.

Para cualquiera que sabe un poco de política e instituciones es claro, en cambio, que estos individuos han resultado ser quienes menos la respetan, poco la entienden y más la menoscaban.

Como parte de su ya tradicional retahíla de acusaciones mañaneras, ayer viernes Andrés Manuel López Obrador dijo que las elecciones presidenciales del 2000, en las que resultó vencedor a Vicente Fox, habían sido un fraude.

Es evidente que al primer mandatario no le convenía mencionar que el ex presidente ganó por un nada despreciable margen del 7% sobre su más cercano opositor (el candidato abanderado del partido en el poder, ni más ni menos) y que, en su momento, Fox fue quien mayor número de votos obtuvo en lo que a contiendas presidenciales se tenía registro en México: casi 16 millones de votos de un universo de 37 millones de electores. Record que AMLO batió años después, es cierto,  con 30 millones de votos. Pero, como dicen los actuarios, al fin y al cabo se trata de eventos independientes.

Y ni para qué mencionar que el propio López Obrador fue electo jefe de gobierno del entonces Distrito Federal en la misma fraudulenta elección del 2000. ¿O tendría lógica decir que la suya si fue limpia y la presidencial sucia?

El caso es que ambos personajes han sido los políticos más votados en la historia de la democracia mexicana.

Más allá de las elecciones

Otro aspecto que el presidente López Obrador, su gabinete y sus huestes pasan por alto es que la democracia nunca es producto solo de una elección. O, lo que es lo mismo, la democracia electoral y su resultante es solo un elemento, un primer paso, del devenir, del ejercicio y de la consolidación democrática de una nación.

No basta decir “ya gané”. El componente más importante es el ejercicio democrático de gobierno, y ese se construye o se aniquila día a día.

Pero, además, se fortalece y se consolida con un ejercicio eficiente y capacitado de gobierno. De nada sirve haber ganado la presidencia democráticamente (y presumirlo, claro está) si el ejercicio y gestión de gobierno son institucionalmente deficientes. Y AMLO, digámoslo claramente, es efectivo en las urnas, no así en Palacio.

Pero ahí, nuevamente, nuestro presidente no es el único que ha olvidado esto último tan fundamental. Lo pasó por alto también Trump, de allí su actitud francamente autoritaria de estos últimos días. Y no lo practicó Fox a lo largo de su administración.

Vicente Fox fue un pésimo presidente. Creyó que haber ganado la presidencia como lo hizo, tener ese bono democrático, le permitía tirar por la borda todo el trabajo realizado por el instituto político que luchó y construyó una buena parte del andamiaje democrático de nuestro país.

Manuel Gómez Morín, Luis H. Álvarez, Manuel Clouthier son solo algunos de quienes bregaron por la democracia en nuestro país. Fox llegó a la presidencia gracias al cúmulo de ese esfuerzo de generaciones y no supo ni pudo ser el presidente que requería México.

Sin embargo, ello no es sinónimo de fraude en la elección donde resultó vencedor.

De hecho, si hubo una verdadera y sana distancia —no como las que algunos personajes de la política, incluido el presidente AMLO, presumen hoy (tipo con la reciente elección de la dirigencia de Morena en la que resultó designado Mario Delgado)— fue la que imprimió Ernesto Zedillo desde la Presidencia para con las elecciones del 2000.

Disentir democráticamente

La democracia es combatir a la autocracia y la exclusión política. Es reconocer la legitimidad del disenso (Soledad Loaeza) sin dejar por ello el consenso construido en un diálogo donde participan los diferentes interlocutores políticos.

La democracia es la participación de todos, y la gran bondad de este tipo de sistemas es que aun cuando los actores sean grandes o pequeños, todos pueden participar y competir en ella.

Cuauhtémoc Cárdenas coadyuvó a la democracia con su participación en las urnas, cuestionando al sistema de forma pacífica, ofreciendo un modelo alternativo de gobierno y teniendo al voto como su atalaya.

No participaron en esa construcción democrática ni el PRD ni Morena. Lo que es más, hoy un miembro “respetado” de la Regeneración Nacional y de su Cuarta Transformación —Manuel Bartlett— fue quien ayudó a fraguar el tan denunciado fraude de la primera elección presidencial de Cárdenas, misma que ahora señala por enésima ocasión el ejecutivo federal. ¿O no se refería AMLO a la caída del sistema de 1988?

Es en el juego democrático donde el poder político se debe legitimar mediante procedimientos institucionales y la participación ciudadana ejercida en las urnas, donde se ratifica o no el respaldo al gobierno en turno y se permite o no una nueva participación gubernamental.

Andrés Manuel quisiera adjudicarse el título de “Padre de la Democracia en Nuestro País”. Ayer, en una de sus frases sostuvo: “el nuevo proyecto de nación buscará establecer una auténtica democracia. No apostamos a construir una dictadura abierta ni encubierta”.

Me apena decirle, pero el orden de los factores es el inverso: él es el BENEFICIARIO de un largo y sinuoso camino que otros transitaron mucho antes. La presidencia de López Obrador es una prueba de lo conseguido con esfuerzo por los verdaderos padres de la democracia en nuestro país; algo que le permitió a AMLO ganar por la decisión de las mayorías de forma libre y legal.

Trump y AMLO

Nuestro primer mandatario se ufana, igual que Trump, en pasar a la historia. En hacerse ver como los grandes salvadores de la patria y promotores de la democracia.

En el camino se adjudican como hechos propios, acciones trascendentales que no dependieron de ellos. En eso también se parecen ambos dirigentes: una sed enfermiza por trascender y la incapacidad de escuchar voces disonantes mientras recorren su trayecto.

Es curioso (de nuevo, para quien realmente sí sabe de historia), los grandes líderes políticos y sociales son en su mayoría los que no estaban buscando, no tenían como primer o único objetivo, ser demócratas o dejar un legado “histórico”.

Sin duda alguna, aquel líder político (no importando la ideología) que busca ayudar a la democracia, es quien genuinamente se puede desprender de sus intereses políticos, de su afán por dejar un legado “a como dé lugar” y permite el juego democrático sin ejercer presión alguna (así sea verbal) a la oposición o a las instituciones vigilantes del voto democrático.

AMLO, siendo candidato, mencionó: “no estoy obcecado en ser presidente. En la democracia se gana o se pierde, o sea, no tengo ningún problema”. Tal vez por ello es que la gente cree que el presidente —antes contendiente— es un bastión de la democracia, pero en estricto sentido es lo opuesto a la definición de ello.

No, no nos engañemos. AMLO no es el gran demócrata constructor de la democracia; es alguien que la usufructúa.

Y, igual que Fox, va en camino a decepcionar y traicionar al pueblo en el ejercicio de gobierno, aunque se empecine en decir y creer lo contrario.

Fox, AMLO y Trump tienen algo en común, sin duda: no supieron estar a la altura de la encomienda para la cual se les eligió.