En las grietas de su mente se escondían como insectos sus peores pesadillas. Caminaba por el mundo, siempre hacia delante, y de repente, algo en él se movía y los fantasmas salían, nublando toda su visión del camino. En la adolescencia había encontrado el antídoto que, si bien no aniquilaría a los engendros, los detendría, manteniéndolos en su lugar y dejándolo libre de disfrutar cualquier realidad que escogiera.

Trabajaba cuidando de una pequeña anciana que ya ni podía eliminar el rastro de sus más básicas necesidades. No necesitaba mucho, con que en su televisión se vieran reproducidos los capítulos de su telenovela favorita, ‘Aprendiendo a olvidarte’, la señora no se quejaba.

Esto le dejaba mucho tiempo libre a Darío, cuyo sentido de lo fantástico salía a flote en todo momento. Cuando la realidad, llena de su terrible y aburrida ambivalencia o de sus penosas dificultades, amenazaba con convertir un gran relato en una cadena de simples coincidencias, no dudaba en usar su, un tanto limitado, léxico para adornarla.

Si tomáramos como verdad las anécdotas contadas a la anciana Miroslava, a sus padres, amigos y conocidos, no tendríamos más que asumir que Darío era, no sólo un héroe que salvaba la vida de sus pacientes ante la violencia de las pandillas de las colonias adjuntas, sino un genio robado por las grandes empresas farmacéuticas.

Él era culpable de mentir en muchas ocasiones y, si era presionado, lo aceptaba, pero no veía por qué cuando era descubierto en un detalle o discrepancia de pronto se tornaba a los ojos de quien se apuntara juez, en una persona desvestida de cualquier gracia. Jamás le dijo a Priscila, su ex novia, que era millonario, pero sí aceptaba que había desviado su atención de la realidad de su cuenta bancaria. Darío siempre había mentido de una manera muy consciente y, en lo personal, no le molestaba ni tantito. Para él, su versión de los hechos, era como el pegamento que había usado para arreglar el control remoto de la anciana Miroslava: su conexión irremplazable a la tranquilidad.

A Darío le parecía más que suficiente tener que vivir una vida como la de cualquiera en carne propia. El hecho de que la mayoría de las personas decidieran que después de vivirla había que contarla, explicarla y desmenuzarla, para luego tener que enfrentar las dolorosas consecuencias con las que nos dejaba, le parecía plenamente idiota.

En una noche de mayo, Darío estaba acomodando en vasitos las pastillas de la anciana Miroslava, cuando de la nada escuchó el grito más espeluznante que había oído. Era la anciana y estaba gritando su nombre a todo pulmón. El sonido lo agarró de total sorpresa, pues pensaba que la anciana ya no podía hablar. Era la primera vez en los cinco meses que tenía trabajando ahí que había escuchado su rasposa y grave voz.

Darío corrió como nunca, de hecho, se arrancó de la misma manera en la que le había contado a sus amigos cuando un niño travieso le había robado su balón de futbol autografiado por Pelé y  Maradona que claro no existía; al menos no en su posesión. Jadeando llegó al cuarto y vio a la anciana sentada en la cama, sollozando sin consuelo. La televisión estaba apagada, no podía ser nada bueno.

—Señora, ¿está bien?

No contestó nada, apuntó al baño y Darío entendió que quería algo con qué limpiarse las lágrimas y los mocos que le llenaban la cara. Fue por ellos y le ayudó a limpiarse, dándole pequeñas palmaditas en la espalda para que se calmara.

— ¿Quiere algo?

—José María se quedó con Daniela y se acabaron los capítulos. Nada tiene sentido y no quiero nada.

Darío dio un gran suspiro, sentía que no había exhalado desde que había escuchado el grito de la anciana. La señora se había movido de su posición normal de cinco meses para llorar y gritar cómodamente porque su telenovela favorita se había terminado. Hasta que llegó a la cocina se pudo reír a placer, no podía entender cómo un pedazo de ficción mal iluminado podía tener tanto peso emocional para la anciana Miroslava. Ésta era una anécdota que no tenía necesidad de adornar con animales callejeros ni fantasmas. Aunque tal vez, si le agregara uno, no estaría nada mal.

Emocionado agarró su celular y le habló a Carlos.

—Vato, la viejilla está loca.

—Pues sí, wey. Te dije que dejaras de trabajar ahí desde que se le dio la gana agarrar tus calzones de gorrito, wey. 

    

*La autora es estudiante de economía en la Universidad Regiomontana.