La construcción de la democracia mexicana.

La pregunta que se formula puede parecer insulsa, pero si se le mira en una perspectiva histórica, debe advertirse que su contenido incorpora un debate que ha sido clave en la construcción de la democracia mexicana.

Lo primero a señalar es que, ciertamente, el Presidente no estará en la boleta, de modo que estará ausente en la lisa electoral; pero la idea pergeñada en nuestra historia es que no sólo esté ausente de ella, sino que tampoco sea un factor con influencia directa o protagónica. Ese axioma simple de alguna manera delinea parte de los afanes de las reformas electorales y de los debates democráticos en nuestro país, durante más de un siglo.

Desde luego, ahí está la prohibición de la reelección presidencial que, como se sabe, era posible practicarla conforme a lo que disponía la Constitución de 1857, pero a la postre se mostró que tal práctica resultaba inhibitoria para la vida democrática. En efecto, los presidentes que presentaban su inscripción para participar en los comicios para elegir un nuevo gobierno invariablemente triunfaban, como lo demuestran los casos de Benito Juárez y de Sebastián Lerdo de Tejada; después ocurriría lo mismo con Porfirio Díaz.

Cómo olvidar que Porfirio Díaz, rehusando emplear la vía electoral para arribar a la presidencia, proclamó en 1876 el “Plan de Tuxtepec” a fin de combatir la reelección del Presidente Lerdo, por el camino de la revuelta armada, y ya no a través de las urnas. Su experiencia mostraba que, de participar en los comicios, la figura presidencial era imbatible desde el poder, pues era común, recurriera al uso de facultades extraordinarias que le permitían remover a gobernadores y presidentes municipales que no le fueran afines, bajo distintos pretextos.

Es paradójico, pero en la proclama del Plan de Tuxtepec estuvo la consigna de “sufragio libre no reelección”, que después el Vasconcelos maderista lo convertiría en “sufragio efectivo no reelección”. Pero el hecho es que la reelección presidencial quedó acreditada como una vía que distorsionaba la vida democrática del país. Incluso, Porfirio Díaz intentó someterse a ese imperativo de prohibición reelectoral, para lo cual modificó la Constitución, sometiéndose él mismo a lo que ella mandató, de modo que resolvió no presentar su candidatura para el período 1880-1884, en donde impulsó la postulación de Manuel González; de sobra se sabe que después Porfirio Díaz presentó sendas reformas constitucionales para sustentar sucesivas reelecciones a partir de 1884, hasta que la Revolución lanzada por Madero lo interrumpió en esa trayectoria de permanencia en el ejercicio presidencial.

Pues bien, con la Constitución de 1917 se consagró el principio de la no reelección presidencial; pero los acontecimientos posteriores dieron cuenta de una compleja trama para organizar la renovación de los gobiernos y de la representación legislativa, a través de las elecciones. Un tema delicado fue el papel que debía jugar el Presidente en funciones, especialmente porque por un largo tramo fue partícipe en la organización de las propios comicios, a través de la Comisión Federal de Vigilancia Electoral (1946), que era presidida por el Secretario de Gobernación; más adelante evolucionó a Comisión Federal Electoral, y a partir de 1989 se convirtió en Instituto federal Electoral, iniciando un camino que la llevaría a una condición de plena autonomía e independencia del gobierno, conforme a la reforma de 1996.

Tanto en la etapa en donde la presidencia tuvo injerencia en la organización electoral, como en la fase donde careció de participación en dicha tarea, el papel a jugar por ella en las campañas políticas, se consideró que debía ser de respeto en el sentido de evitar intervenir; en un caso porque era obvio su condición de ser juez y parte, derivando en un claro conflicto de intereses; en el otro supuesto, debido a que si bien dejó de intervenir en la organización electoral, el peso inocultable del régimen presidencial y, más aún, el presidencialismo, derivaba en ruptura de las condiciones elementales de equidad en la contienda electoral, lo que motivó la costumbre de la llamada veda electoral que, reiteradamente, el INE ha planteado cuando inician las campañas.

La ecuación es sencilla, la condición que tiene el Presidente como Jefe de Gobierno le confiere una incidencia inocultable en todos los programas, obras públicas y realización de tareas gubernamentales, que impactan los distintos ámbitos de la sociedad, la economía, la cultura y del ordenamiento territorial, de modo que, de participar directa o indirectamente en las campañas, inevitablemente tiende a distorsionar las condiciones de la competencia política.

En buena medida, la construcción de la democracia mexicana ha implicado dos cosas fundamentales: la no reelección presidencial y el no involucramiento del Presidente en las elecciones. No se trata de un simple prurito, sino de un imperativo esencial de nuestra vida política; otros países, otros regímenes no lo consideran así, y no es necesario que lo hagan porque su historia y condiciones han sido otras; pero el caso nuestro cuenta con sobradas razones para establecerlo.

Cuando el Presidente ha sido parte activa en las elecciones, se han exacerbado las pugnas entre los bandos políticos y en la sociedad, con el resultado que, en principio, los intereses presidenciales triunfan, pero también que por la distorsión que ella genera, incuba agravios que pueden desfogar en distintos tipos y formas de conflicto. Se ha tratado de que la lucha política resuelva la contienda por medio de elecciones civilizadas, democráticas, confiables, intensas en el debate, pero debidamente reguladas, con resultados ciertos y que sean producto de condiciones competitivas justas.

Debe recordarse que, en su momento, la llamada nulidad abstracta fue empleada por haberse considerado la intervención gubernamental como razón de inequidad en los comicios, y aún cuando tal principio ha quedado sin posibilidades de aplicación jurídica, representa un antecedente respecto de las preocupaciones que han estado en la palestra de la discusión.

El desequilibrio que propicia la tarea gubernamental en las elecciones ha buscado resolverse previendo un período de ausencia en cuanto a su participación en el debate o en su activismo, con excepción de las relativas a tareas o actividades fundamentales como las de salud, durante la fase de las campañas.

Está sobradamente acreditado que la intervención presidencial en las elecciones es factor que rompe la equidad en la competencia política, no es necesario abundar en ello. Si el Presidente respalda a su partido en el proselitismo electoral, se vuelve parte en la contienda; pero lo hace como una parte que también involucra a la totalidad que representa como Estado y como gobierno, asemeja entonces una pretensión totalitaria, o cuando menos hegemónica, vulnera así el sistema de partidos y debilita de forma abusiva a la oposición. ¡El Presidente no debe intervenir!