¿Alguna vez haz escuchado una canción que te gustara tanto que quisieras irte a vivir en ella? Una pieza con una melodía tan placentera que hasta te llega a seducir, con un ritmo constante y preciso. Ahí todo está bien, no hay nada malo que te pueda pasar, ya que entre nota y nota hay un espacio bien medido que significa algo, que tiene un propósito, al contrario de la mayoría de las cosas que pasan en la vida. Yo sé que la gente dice que hay que darle tiempo al tiempo pero, ¿y si no quiero?

Empecé a bailar cuando tenía 4 años, me llevó mi tía al estudio de una amiga suya. La Tía Karen estaba muy ilusionada; me compró mis zapatillas, leotardo, medias, todo. Ella había bailado por muchos años de su vida, y cuando ya no lo pudo hacer, siguió disfrutando de la música, pero de diferentes maneras. Probó de todo: iba a clases de violín, guitarra, canto, solfeo, etc. Siempre me decía:

 -Yo sé que ya no puedo bailar, pero quiero seguir siendo parte de la música.

Tardé mucho en comprender ese sentimiento. La veía fracasar con un nuevo instrumento todos los años, y a ella no le importaba, lo volvía a intentar. 

Me encantaba ir al estudio de baile, era un ambiente irresistible para una niña como yo. En una coreografía sabes exactamente dónde debes de ir, lo qué tienes que hacer y cómo debes hacerlo, para recibir un aplauso al final. La única incertidumbre que puedes llegar a tener es en ti mismo, y eso jamás ha sido un problema para mí. Tenía todas las características para ser una gran bailarina, desde la forma de mis pies hasta mi estatura. Claro que quería llegar a la cima, ¿a qué adolescente no le emociona la idea de viajar por todo el mundo con Tchaikovski de compañero?

La primera vez que me pagaron por bailar sentía que volaba con cada salto y mi vestuario se sentía como una piel nueva. Lo más horrible fue cuando llegué a mi departamento después: se había terminado tan rápido. Sólo tenía el dolor de mis pies para recordar el escenario. Entonces, saqué una pluma y un papel para tratar de conservar la memoria en algo más sólido. Las palabras nunca fueron mi fuerte, así que lo único que escribí fue algo así como ‘ke feliz estoy!’. Pero eso ya no tiene importancia, porque ya no existe. Gracias, tiempo.

Lo malo de la última vez que me pagaron por bailar es que no recuerdo nada de esa función. Fue una semana antes del accidente, y pensé que tendría más coreografías, más papeles, más tiempo para descifrar lo que pasaba en mí cuando bailaba, pero no. He tratado de seguir siendo parte de la música, de otras maneras, con otras artes pero no funciona. No las entiendo y no me entienden, y sé que eso nunca cambiará. Porque después de tocar el piano o de una clase de canto, puedo recordar claramente qué estaba haciendo en cada segundo de la pieza, sé cómo estaba moviendo mis manos y qué estaba pensando: quiero bailar.

Tic-toc. Tic-toc. Sesenta segundos, sesenta minutos, veinticuatro horas. No son nada más que medidas desesperadas para tratar de nombrar algo que parece cambiar de emoción a emoción, de jetté a cambré. Y cuando lo único que quieres es imposible, entonces se vuelve una forma de tortura universal. Ahora que soy miserable, creo que todos los demás también lo son. Veo una producción nueva de Las zapatillas rojas, y pienso en la pobre bailarina que no puede dejar de bailar. Claro que es un problema que me encantaría tener, pero creo que esas zapatillas no le van a mi prótesis. De todas maneras, ahí está la pobre niña embrujada que no puede dejar de hacer eso que tanto la lastima, hasta que la piedad de Dios le llega a sus pies.

 

*La autora es estudiante de la Universidad Regiomontana