El tercer debate presidencial y el arranque del Mundial de Futbol, nos indican que las campañas electorales están llegando a su fin y es evidente que a los mexicanos, nos dejan la impresión que no sirvieron para lo que idealmente sirven en una democracia, que es para exponer a los electores los diferentes proyectos políticos de entre los que se va a elegir en las urnas.

Por el lado del PAN, sus propuestas iniciales como aquella idea del “ingreso básico universal”, fueron opacadas por los permanentes escándalos de corrupción que involucran a su candidato presidencial, y que todo indica, lo acompañarán hasta el último instante de la temporada de proselitismo.

Por el lado del PRI, su candidato no pudo exponer al electorado de manera clara y contundente su plan económico ese sí, de desarrollo estabilizador, muy a pesar de que propios y extraños reconocen que es su principal fortaleza. Su partido, sus estrategas y él mismo, estuvieron ocupados en pelear el segundo lugar, en lugar de plantarle cara al que encabeza las encuestas, contrastando con él y exponiendo los riesgos del país y de la economía familiar si se aplicaran las ideas obsoletas del tabasqueño.

Y del lado del candidato de Morena, ocurre el despropósito más grotesco de la democracia: lejos de que por su condición de favorito se obligara a ser más claro y específico sobre el proyecto y el modelo que pretende poner en marcha de ganar los comicios, se dedicó a consolidar su imagen mesiánica, se placeó para que lo aplaudieran como rockstar, dejó incluso que la prensa lo llame “el candidato de Dios” y nada dijo de los cómo piensa cumplir todos los compromisos que ha asumido, fundamentalmente la lucha contra la corrupción y el combate a la seguridad.

Andrés Manuel López Obrador ofrece el “oro y el moro” y los mexicanos que lo siguen hasta el fanatismo, a partir de una campaña de propaganda –donde participa su propia esposa– lo blindan mediáticamente diciendo, a pesar de que es un hombre de 64 años, que es un superhéroe. Él, que tiene respuestas y soluciones a todo, nunca dice cómo le haría y en la campaña llegó al extremo: le dijo a cada público lo que quería escuchar.

En el caso de los empresarios, los tachó de corruptos y rapaces en la plaza pública para cosechar simpatías de la gente de a pie, molesta siempre contra los millonarios, sus casas, sus empresas, sus carros lujosos; pero luego, se sentó con aquellos y guardó el garrote para ofrecerles la zanahoria: concesionarles el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, que ya decretó que será una obra que no va a seguir construyendo su eventual gobierno.

En esta campaña queda la sensación de que los mexicanos vamos a elegir otra vez entre imágenes o productos políticos que se venden como cereales, igual que en 2012, cuando la publicidad hizo candidato triunfador a Peña Nieto.

Ahora es con López Obrador, pero estamos peor, pues es un candidato que no promete reformas estructurales, que no dice que bajará el precio de la gasolina y de la luz, que no promete más empleos, sino que promete algo menos intangible y sobre lo que no se puede pedir resultados concretos: el bienestar y la felicidad del pueblo.

¿Cómo llegaremos a ser felices votando a López Obrador? No encuentro respuestas más que la fe. Y los que somos cristianos sabemos que la fe es importante; lo es, para encontrar fuerzas internas, para no desfallecer en nuestros propósitos personales, pero muy poco en realidad ayuda para la construcción de un país. Lo que se necesita es rumbo, firmeza en la conducción y experiencia. Y eso no se ve por ningún lado y menos si tomamos en cuenta que el puntero en las encuestas lo único que expresa no son propuestas, sino dichos y refranes populares.

Dicho de otra forma: las campañas llegan a su fin porque ya va a empezar el mundial de futbol y los ciudadanos nos quedamos como el chinito, “no más milando” los pleitos y acusaciones. Las propuestas del México que quieren los candidatos, nada más no las vimos por ningún lado.